domingo, 6 de diciembre de 2009



¡NO FUMAR!
¿Es cuestión de prohibir por prohibir?

Recientemente hemos visto que el Gobierno ha impulsado algunas medidas destinadas a reducir el consumo de cigarrillos. Para tal fin, se piensa incrementar la carga impositiva que recae sobre dichos productos y reducir los espacios públicos donde está permitido fumar. Además, algunos distritos han impuesto altas multas para los establecimientos que vendan cigarrillos a menores de edad.

Toda esta “onda anti-tabaco” me hizo reflexionar respecto de la eficiencia de dichas medidas o, más genéricamente, si esa es la mejor forma de “desterrarse” el cigarrillo de la sociedad.

Queda claro que quien fuma, asume un riesgo para su salud de la misma forma que lo hace un deportista que practica un deporte extremo o un torero que se enfrenta a un bravo toro de lidia, y no por ello dichas actividades son prohibidas o desincentivadas por el Estado. En el caso de los cigarrillos la situación que se plantea y que difiere de los supuestos anteriormente citados está referida a los costos sociales que se generan de su consumo. Como es obvio, quien fuma afecta a los demás con el humo, en tanto que contamina el ambiente que es común a todos, al margen de las molestias naturales que origina. Pero existen otros costos no siempre visibles y que están referidos a la inversión que asume el Estado a través de la seguridad social y los sistemas de salud para atender las enfermedades pulmonares de los fumadores y/o de quienes se ven afectados pasivamente por el consumo. Estos costos “no contratados” constituyen típicamente una externalidad.

En este orden de ideas y en la medida que los fumadores generan una externalidad que da lugar a un costo social, deberíamos promover desde el Estado medidas tendientes a “internalizar la externalidad” y con ello, marginalmente, desincentivar el consumo del cigarrillo. Y la forma más eficiente de alcanzar el objetivo es haciendo que fumar sea más “costoso” para quien desee hacerlo. Pero hacer más costoso algo, no significa subirle el precio artificialmente, como se piensa en forma por demás elemental y simplista. El concepto de costo en esta dimensión tiene un contenido mucho más complejo y está referido al denominado “costo de oportunidad” esto es, a los beneficios perdidos al descartar un curso de acción distinto, aquello a lo que un agente económico renuncia cuando toma una decisión y que va mucho más allá de una mera monetarización.

Un amigo abogado y fumador empedernido me contaba recientemente que en el edificio donde se ha mudado su Estudio existen normas restrictivas para fumar, lo cual lo ha obligado a instalar un costoso y sofisticado sistema de extracción de humo y deodorización en su oficina personal. Al revisar la factura de lo que le costó la instalación del equipo en su despacho, comenzó a arrepentirse del gasto incurrido y aún cuando ya era demasiado tarde para desistirse de la adquisición, se puso a pensar si finalmente “valia la pena” gastar tanto por fumar. El ejemplo nos demuestra claramente el hecho que, puestas en una balanza, las satisfacciones del consumo del cigarro no justificaban una inversión tan grande para mi amigo y, probablemente en una decisión más reflexiva, hubiera optado por no fumar, toda vez ello le resultaba muy costoso, económicamente hablando. Un detalle significativo de la anécdota es que, ya instalado el modernísimo sistema extractor de humo, mi amigo ha prohibido terminantemente que otros compañeros del Estudio, antojados de fumar ocasionalmente un cigarrillo, se cobijen en su oficina para consumar su propósito; y no le falta razón: Dicho comportamiento configuraría típicamente lo que conocemos como “free rider”, esto es, una persona que recibe un beneficio por utilizar un bien o un servicio pero evita pagar por él. En una estructura de interacción colectiva los “free riders” son aquellos actores que bajo diversas circunstancias, se ven beneficiados por las acciones de los demás, sin ellos mismos cargar con el costo de esas acciones. Aún cuando es un fenómeno plenamente descrito y estudiado en la ciencia económica, convengamos que constituye una debilidad particularmente común en nuestro país.

Pues bien, las políticas de Estado normalmente están enfocadas a prohibir y prohibir más, o a incrementar artificialmente el costo de los cigarrillos, sin reparar que medidas de esa naturaleza en sociedades como la nuestra son abiertamente ineficientes y, en muchos casos, generan efectos perversos y abiertamente contraproducentes.

La primera medida que siempre se suele proponer en forma por demás precipitada, es incrementar artificialmente el costo de los cigarrillos a través de impuestos. Este tipo de impuestos es conocido como “impuesto pigouviano” y es una forma de paliar las externalidades, toda vez que apuntan a que el costo marginal privado más el impuesto, sea igual al costo marginal social. El principal problema que plantea este tipo de impuestos se manifiesta en el hecho de que es casi imposible obtener la información necesaria para calcular un impuesto óptimo, debido al carácter privado de los beneficios y costos marginales y a las asimetrías que genera esta condición, así como a la exigencia teórica de tener un cargo - a saber, el impuesto- que varíe conforme al mayor o menor costo que genera en cada caso la externalidad. Así, en virtud de estas dificultades, la mayoría de los impuestos no permitirá lograr soluciones óptimas y por tanto no puede afirmarse que se encuentre entre las medidas más eficientes.

Un segundo problema que plantea el incremento artificial del precio por efecto del impuesto y, que es particularmente sensible en realidades como la nuestra, estriba en la expansión de un mercado negro de cigarrillos ingresados de contrabando a un bajo costo. En efecto, al subir el precio de los cigarrillos por efecto de los impuestos, es probable que los fumadores opten por adquirir cigarrillos de contrabando que se venden libremente en cualquier esquina de nuestra ciudad. La explicación económica de ello lo encontramos en el concepto de bienes sustitutos. Así, en cuanto un bien puede ser sustituido por otro, la demanda de las dos clases de bienes será considerada conjunta por el hecho de que los consumidores pueden cambiar un bien por el otro si se convierte en algo ventajoso hacer eso, en el caso que nos ocupa, un ahorro en el acceso a un bien que tiene características inelásticas por su naturaleza eminentemente adictiva. En consecuencia, aún cuando no estamos ante bienes sustitutos perfectos, un incremento del precio de los “cigarrillos legales” (ceteris paribus) provocará un incremento de la demanda de sus bienes sustitutos, vale decir, los cigarros de contrabando.

Otra medida que se ha impuesto como una política pública dominante en muchos países consiste en restringir el consumo de cigarrillos en locales públicos, en unos casos limitando los espacios habilitados para fumadores y, recientemente, prohibiendo fumar en todo establecimiento público. Estimo que las medidas más radicales que prohíben toda posibilidad de fumar en recintos públicos, aún cuando estuvieran habilitados solo para fumadores, es una medida extrema e impropia que finalmente resulta manifiestamente ineficiente. Como hemos señalado en párrafos anteriores, el consumo de cigarrillos genera una externalidad negativa y, en ese sentido deberíamos generar las condiciones para que quienes originan la externalidad internalicen dicho costo. Y una forma de hacerlo es justamente a través de espacios reservados para fumadores. Como es obvio dichos espacios deberían estar dotados de condiciones especiales para reducir los efectos contaminantes del humo del tabaco y ello se expresaría en el mayor precio que los fumadores deberían asumir si es que quieren darse el gusto de fumar un cigarrillo. Dicho en pocas palabras, si quieres fumar, debes pagar más por ello, lo cual es muy distinto a una regla ciega y absoluta de prohibir todo establecimiento para fumadores. No deja de ser relevante el hecho que, en aquellas ciudades donde existe una prohibición total de fumar en establecimientos cerrados y/o p{públicos, los fumadores no tienen más remedio que salir a la calle a fumar, provocando que las calles estén “tapizadas” de colillas de cigarrillos, sin perjuicio que los efectos contaminantes –y, correlativamente, la externalidad- son prácticamente análogos.

Así las cosas, creo que desde la dimensión del Análisis Económico del Derecho podemos ofrecer algunas alternativas creativas que, probablemente puedan ser más eficientes para alcanzar los objetivos de las políticas públicas para encarar el consumo de cigarrillos, mitigando los costos sociales que genera.

Una primera idea consiste en dificultar el acceso al cigarrillo. El Perú debe ser uno de los pocos países, sino el único, en el que se expende cigarrillos en un formato de minicajetillas de escasas unidades. Este formato o presentación se utiliza para fines publicitarios o en degustación, pero nunca para venta directa al público. El resultado de presentar cualquier producto en formatos de menor cantidad –como por ejemplo, los pañales, aceites, detergentes, etc- “hace más grande el mercado”, esto es, permite que sea accesible a un mayor público y, en el caso de los cigarrillos, particularmente para el segmento juvenil y de bajos recursos que son justamente los que probablemente incidan con mayor impacto en los costos sociales derivados del consumo de cigarrillos. En el caso de los jóvenes, porque constituye una fuerza de trabajo que se ve mermada directamente por los efectos negativos del consumo del tabaco a la salud y, en el caso de los segmentos de bajos recursos económicos, porque el Estado debe asumir a través de los sistemas públicos de salud la atención de las enfermedades asociadas a su consumo. Una buena medida sería entonces limitar la venta de cigarrillos a su presentación tradicional de veinte cigarrillos.
Otra forma de hacer más costoso el consumo de tabaco es incrementando los costos de búsqueda. En nuestro país, uno puede comprar cigarrillos en cualquier parte. Aún más, en cualquier esquina podemos adquirir cigarrillos sueltos sin ningún problema, muchos de dudosa calidad, pero también los podemos conseguir en bodegas, estaciones de servicio, bares, etc. Dicho en pocas palabras, tenemos el cigarrillo al alcance de nuestras manos. ¿Acaso no sería mejor restringir la venta a “tabaquerías” o establecimientos dedicados exclusivamente al expendio de cigarrillos como en las principales ciudades del mundo? Ello tiene muchas ventajas desde diversos niveles: Para los consumidores dispuestos a darse el trabajo de ir hasta una tabaquería en la búsqueda de sus cigarrillos (y que ciertamente serán muchos menos que los que adquieren cigarrillos en las esquinas), permite encontrar en un mismo sitio toda la oferta disponible. Para el Estado, permite implementar de forma mucho más eficiente el control sobre el expendio ilegal de cigarrillos a menores y sobretodo, identificar más fácilmente la venta de cigarrillos de contrabando. Por cierto, reduciendo la cantidad de puntos de venta de cigarrillos se podrá controlar mejor que no se expendan cigarrillos sueltos, como ocurre pintorescamente solo en el Perú. Y, residualmente, menos individuos fumarán pues les resultará costoso (en términos de costos de oportunidad) desplazarse hasta una tabaquería para comprar cigarrillos.

En el plano referido a la salud, todos sabemos que cuando tomamos un seguro privado la primera pregunta que se consigna en todos los formularios y aplicaciones es: ¿fuma? De la respuesta positiva o negativa que demos dependerá la prima de seguro que abonaremos, lo cual está en directa relación con el nivel de exposición al riesgo o siniestralidad que, en el caso de los fumadores es mucho mayor: Entonces a mayor riesgo de enfermedad, pagaremos más por el seguro. Esta situación no ocurre en el caso de la seguridad social y, por el contrario, en la medida que no se discrimina entre el mayor o menor riesgo, lo que ocurre en la práctica es que aquellos que no fuman, subvencionan la atención médica de los fumadores. La situación descrita es manifiestamente ineficiente y no genera incentivo alguno para dejar de fumar, toda vez que otro asume los costos de las consecuencias económicas de dicho hábito, por lo que sería recomendable que todo asegurado tuviera que efectuar una declaración jurada sobre su condición de fumador, en cuyo caso su aportación deberá ser mayor. Este procedimiento, empero, sería muy vulnerable y fácilmente eludible, si no se establece una sanción efectiva y severa en caso de una declaración falsa, como por ejemplo, la suspensión temporal o definitiva del servicio de salud.

Son frecuentes las medidas legales que obligan a consignar en los empaques de cigarrillos mensajes alusivos a los efectos negativos de fumar. Probablemente de la forma, contenido y tamaño de dichos mensajes podría evaluarse si tienen algún efecto real en el fumador. En otros casos, se han incorporado imágenes de los daños provocados por el consumo de tabaco en el cuerpo las cuales, más que eficaces, resultan muy desagradables para la vista. No obstante, en algunos supuestos, dichas medidas de alerta pueden tener un efecto muy potente en el plano emocional del fumador, como por ejemplo el empaque de cigarrillos en algún país que uno de sus lados era de color negro y solo tenía una breve mención que ocupaba toda la extensión: “Esto mata”. La impresión que causa este empaque no es grotesca y de mal gusto como una foto y, efectivamente, provoca en el fumador la idea que al tomar un cigarrillo, en buena cuenta está tomando un arma con la cual se está haciendo daño.

Hasta aquí hemos revisado algunas políticas públicas con mayor o menor eficacia para enfrentar el consumo de cigarrillos. Sin embargo, he dejado para el final a las medidas que, desde mi punto de vista personal, son las que resultan más efectivas. Me refiero a la educación y a la generación de una consciencia colectiva de los efectos negativos del hábito de fumar, particularmente, en los niños.

Hace ya algunos años había un programa infantil en el que cantaban una canción cuyo mensaje era “papi, deja de fumar” y donde aparecía un personaje desventurado y que merecía el rechazo general de todos los niños, pues representaba a una cajetilla de cigarrillos. Estoy seguro que esta canción pudo más que muchas políticas instrumentadas desde el Estado. Los niños habían asimilado los efectos nocivos del cigarrillo y, masivamente, intervenían para impedir que sus padres o familiares fumen, en muchos casos de forma directa, rompiendo o apagando los cigarrillos, escondiéndolos o botándolos a la basura. La mayoría de amigos fumadores que he tenido, han dejado de fumar no porque el Estado se lo prohibió o porque los cigarrillos subieron de precio, sino porque sus hijos se lo pidieron o los hicieron sentir realmente como un mal ejemplo para ellos. En algún caso, se trataba de gente que ya había probado sin éxito métodos supuestamente sofisticados, científicos e infalibles. Pudo más el cariño a los hijos, el interés de transmitirle buenos ejemplos y valores en su formación.
La formación en educación y valores saludables también genera residualmente un efecto reputacional que puede tener un impacto respecto de los incentivos para dejar de fumar. En un mundo en el que se promueve intensamente una cultura light, de vida saludable y cuidado al medio ambiente, difundir los efectos contrarios que genera el tabaco, genera que socialmente “esté de moda” no fumar, dados los efectos negativos que ocasiona.

Por todo lo expuesto, estoy convencido que el Estado, más allá de dedicarse a prohibir por prohibir o encarecer los cigarrillos, debería invertir masivamente en campañas de comunicación y educación en todos los centros escolares y desde muy temprana edad, para desincentivar el consumo de cigarrillos, enfatizando sus efectos negativos en la salud y el medio ambiente. Estos valores serán llevados al hogar y seguramente serán acogidos por todos los demás miembros de la familia. Sin embargo, no me hago demasiadas ilusiones sobre la posibilidad que el Estado invierta decididamente en ello: las razones de mi escepticismo estriban en el hecho que los resultados de la implementación de políticas de consolidación de valores y educación no son de corto plazo y, por lo tanto se requiere firmeza y perseverancia para lograr resultados apreciables en el tiempo. Por lo mismo, implementar este tipo de medidas no es atractivo ni rentable políticamente, toda vez no se pueden exhibir resultados tangibles en plazos cortos, prefiriéndose medidas efectistas y de gran impacto mediático, pero de escaso o nulo provecho para la sociedad.