lunes, 10 de octubre de 2011

Secuestradores, violadores y barras bravas...  

¿y las políticas públicas?



 En las últimas semanas nuestro país ha sido remecido por  tres incidentes: Primero fue el ataque cobarde a la hija menor de un congresista, a raíz de lo cual surgieron voces de todas partes reclamando mayor severidad en las sanciones, medidas de prevención y cadenas perpetuas, hasta el mismo padre de la víctima declarando sentirse predestinado a encabezar la lucha contra el crimen organizado. Luego tuvimos que ver imágenes repugnantes del violador de su hijastra, que dio lugar a que obispos, congresistas, madres y periodistas pidieran  la pena de muerte, castración química, quirúrgica y demás torturas para el desgraciado. Y ahora tenemos el infame asesinato de un hincha por parte de unos desadaptados y criminales que, lejos de ser imberbes e impulsivos pandilleros, son un puñado de grandulones sin oficio ni beneficio. Surgen entonces todas las “medidas” para eliminar la violencia en el futbol: cerrar estadios, prohibir el campeonato, acabar con el futbol, empadronar a los “barristas” y, la última, prohibir el ingreso de bombos al estadio (como si la gente se matara a “bombazos”).

La escena es la misma, el furor mediático es avasallador, siempre cargado de un irresponsable morbo, hasta que la vida se “normalice”, surja otro escándalo y llevemos todo lo ocurrido a un segundo plano.

Por cierto, el tema tiene múltiples aristas y puede ser analizado desde distintas perspectivas, una de las cuales, qué duda cabe,  es el Derecho. Y entonces dejamos en manos de nuestros legisladores la tarea de tomar las “mejores” decisiones normativas para dar solución al tema. Y nuestros legisladores, evidentemente, legislarán “para la tribuna”, sin ninguna consideración técnica y sin haber realizado una mínima evaluación de la naturaleza y eficacia que puede tener una determinada política pública en resolver situaciones como las que hemos descrito. Nuestras  autoridades toman decisiones en forma intuitiva, establecen prohibiciones e imponen condiciones con avidez, todo lo cual importa una doble irresponsabilidad; por una parte, la ligereza para adoptar decisiones efectistas pero abiertamente inconsistentes y ociosas y, por otro lado, el total desinterés para efectuar un seguimiento respecto de la eficacia de una determinada medida respecto de los resultados esperados.

Entonces la fórmula mágica consiste en incrementar las penas, bajo el entendimiento fallido y simplista que a mayores penas, menos delitos.

La radicalización de sanciones constituye en la mayoría de los casos el espejismo de una solución que, marginalmente, a lo único que apunta es a acallar la presión social y a la prensa ligera. El  incremento irracional de las penas  genera, entre otras cosas, una distorsión en términos relativos de la estructura punitiva del Estado, originando un efecto perverso que probablemente inducirá a un incremento en la comisión de delitos que implican un mayor costo social pero una menor pena, motivado por la necesidad de reducir la probabilidad de detección de delitos menos graves, pero sancionados con mayor severidad.

Pero aún más, los trabajos de Gary Becker nos revelaron que el castigo de los delincuentes es probabilístico y  las sanciones implican un valor esperado (vale decir, el producto de la probabilidad de cada suceso multiplicado por su valor) que tiene que hacer con el valor de la sanción, ponderado con la probabilidad de ser detectado y capturado y, particularmente en sociedades como las nuestras, con la probabilidad de ser efectivamente sancionado. En consecuencia, el efecto de incrementar la pena es neutro si la probabilidad de aplicarlas viene reducida por otras variables, a saber, corrupción, lentitud en la administración de justicia, o simple y llanamente, el olvido. Prueba palpable de esto último la vemos en la ley contra la violencia en espectáculos deportivos (que, por si ya nos olvidamos, ya existe) o, más recientemente, las normas modificatorias del Código de Tránsito que incorporaron sanciones para los peatones.

Desde una dimensión económica, las políticas públicas contra el crimen -y, puntualmente, desde un referente del Derecho Penal-, deberían coadyuvar a minimizar el costo social del delito que, como refieren Cooter y Ulen, corresponde a la sumatoria de los daños que causa y el costo de prevención de éstos, lo cual nos lleva a pensar en  dos grandes temas, a saber, la disuasión optima (entendida como una correlación entre el costo social marginal de adoptar una determinada medida y  el beneficio social marginal que esta genera) y el castigo eficiente (aquel que altera significativamente los incentivos del delincuente para volver a delinquir). Pero a su vez, todo ello no es posible discernirse si no se entiende previamente el  comportamiento criminal y los incentivos que subyacen en dichas conductas.

 Probablemente ninguna de las autoridades en cuyas manos se encuentra la responsabilidad de adoptar decisiones frente a los problemas planteados se ha detenido a pensar mínimamente si las medidas que proponen tienen alguna base sobre los presupuestos antes expresados.  Las explicaciones para tan deleznables propuestas solo pueden hallarse en el propósito inmediato de controlar el escándalo, proteger intereses subalternos u obtener algún rédito político, sino simplemente por una total incompetencia.

Ante este escenario poco auspicioso, habría que proponer algunas sugerencias elementales: Una primera sería ver e indagar qué hay más allá de nuestras propias ideas: problemas análogos a los nuestros se han presentado en el mundo y es necesario revisar las experiencias extranjeras e impregnarnos de la abundante y valiosa  información contenida en trabajos empíricos y desarrollos académicos que han evaluado la eficiencia de las diversas medidas que pueden plantearse sobre temas que, aún dentro del mismo contexto de la criminalidad, requieren tratamientos tan disímiles, como el crimen organizado, pandillaje, corrupción, entre otros. Ello no implica una cuestión de “legal trasplants” sino puramente un ejercicio de  búsqueda de información que, por diversas motivaciones, no podemos originar, dejando a salvo  el hecho que, aún cuando las realidades sociales son distintas, es posible replicar ciertos modelos ajustados en función a datos empíricos consistentes.

Y una segunda sugerencia y no por ello menos importante, consiste en implementar mecanismos de evaluación de las políticas públicas sobre la base de indicadores de eficiencia previamente establecidos y sometido a plazos determinados con criterios técnicos y que permita efectuar los ajustes en términos de enforcement ante la evidencia de resultados perversos e indirectos .  La calidad y eficiencia de las políticas públicas no se constatan en el papel y a partir de su pomposa y efectista divulgación, sino a través de su verificación ex post. Si no hacemos trabajo empírico e internalizamos sus resultados, el destino final de las medidas implementadas será  su impune inobservancia.   

1 comentario:

  1. Efectivamente, para frenar los distintos actos de violencia, no basta con penalizarlas o aumentar la cantidad de años que esos desadaptados pasaran en prisión. Coincido en replicar ciertas experiencias de países vecinos, pero que su realidad no sea totalmente distinta a la nuestra (Colombia, México, quizá puedan ser algunos, aunque podrían refutarse en base a que sean sociedades donde el indice de criminalidad a llegado a topes más altos), y adaptándola a la nuestra.

    Hoy en día desde un conductor común y corriente, hasta el criminal más sanguinario y despreciable, sabe cuanto tiempo estará en prisión, cuáles son los beneficios penitenciarios, cuál es el tiempo máximo que se puede permanecer sin sentencia, y hasta la tarifa de cada juez o secretario (risible, crudo, pero real...). En base a todo este “conocimiento” deciden que infracciones a la norma cometer, si se pasan una luz roja a las tres de la madrugada no es lo mismo que pasársela a las diez de la mañana; o quiza, si la violación seguida de muerte, es penada con cadena perpetua, y el asesinato es penado con 15 años, pues matan a su víctima, total en su “análisis costo-beneficio”, matar le es más favorable.

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