lunes, 18 de julio de 2016

Abogados y Clientes:
Asimetria Informativa y Litigiosidad



 Cuando se analiza los problemas de la Justicia, frecuentemente se hace referencia a múltiples factores que inciden en tan complejo y desalentador panorama: la falta de independencia, corrupción, incertidumbre y ausencia total de predictibilidad, deficiente infraestructura, sobrecarga procesal, falta de presupuesto, entre otros. Esta enumeración es similar en los países latinoamericanos, realidad de la cual nuestro país no es ajeno en absoluto. La idea de este post es detenerse a reflexionar sobre el problema de asimetría informativa que existe en la relación entre abogados y clientes y como afecta ello en el nivel de litigiosidad existente, en particular referencia al caso peruano.

La asimetría informativa es un factor que se presenta en múltiples interacciones y, en tanto que ello posiciona a una de las partes en ventaja de la otra y puede con ello afectarse la eficiente asignación de recursos, la economía lo describe como una falla de mercado. Los problemas de asimetría informativa en el complejo tramado de relaciones que se da en la administración de justicia se presenta a diferentes niveles, a saber, la relación entre el cliente y su abogado patrocinante, la relación entre las partes involucradas en el litigio y la relación entre el juez y las partes contendientes. En este caso, nos detendremos a revisar el caso de la interacción entre abogado y cliente, toda vez que esta resulta especialmente relevante para influir en la decisión de litigar, la diligencia debida en el proceso y el eventual resultado.

El modelo económico tradicional para explicar la decisión de “pleitear” esto, es, optar por iniciar un proceso judicial, consiste en ponderar el beneficio esperado del juicio, que no es otra cosa que la pretensión plasmada en el petitorio de la demanda por la probabilidad de éxito, frente a los costos del proceso. Así, un individuo optará por litigar cuando su utilidad sea positiva en cuanto al litigio, vale decir, que el beneficio esperado supere los costos del proceso. Los problemas comienzan cuando ambas partes asignan distintas probabilidades al resultado del mismo juicio, generándose incentivos en ambas partes para litigar. De hecho, cuando la disparidad en la estimación de la probabilidad del resultado es mayor, habrá más litigio; al revés, si ambas partes pueden determinar en la misma medida un resultado probable uniforme,  seguramente no habrá incentivo para litigar y se preferirá una solución alternativa. Dicho en términos más simples si ambas partes creen que van a ganar si es que van a juicio (lo cual significa que asignan probabilidades diametralmente opuestas respecto del resultado del proceso), entonces, irán a juicio. Por el contrario, si una de las partes estima de antemano que va a perder y la otra sabe que ganará, no “debería” haber juicio. Nótese –y quiero llamar la atención en esto- que cuando utilizo el término “debería” en condicional es que estoy asumiendo que el motivo por el cual las partes acuden al Poder Judicial es para dirimir un conflicto de intereses, lo que no es necesariamente cierto si, como comprobamos recurrentemente, existen muchas otras motivaciones que puede inducir a los individuos a litigar a sabiendas de que va a perder, toda vez que se benefician de la dilación del proceso y “ganan tiempo” lo que constituye a todas luces una externalidad negativa para todos quienes efectivamente buscan en el aparato de Justicia la tutela jurisdiccional. Ciertamente deberían existir mecanismos eficientes para mitigar dicha externalidad pero, como veremos más adelante, parece que no existen incentivos para promover políticas en dicho sentido pues existe una suerte de conflicto de interés entre quienes propician dichas prácticas que, en muchos casos, son los mismos llamados a corregirlas.

Los litigantes recurren a los abogados por varias razones; reduciré tales consideraciones a tres supuestos:

1.       Necesitan se asesorados para conocer la realidad de su posición y determinar mejor la probabilidad del resultado en el juicio; y/o,
2.       Consideran que, con un abogado, van a incrementar sus posibilidades de alcanzar el éxito en el litigio; y/o,
3.       Porque no tienen más remedio que hacerlo, toda vez que el sistema de defensa cautiva los obliga a contar con la asistencia de un abogado necesariamente, de lo contrario no pueden comparecer.

Con seguridad puede invocarse otras motivaciones que impulsan al litigante a recurrir a un abogado, no obstante lo cual prefiero limitarme a las que he reseñado en tanto que pueden subsumir todas las no mencionadas, dada su vasta naturaleza.

Decíamos que una primera participación del letrado consiste en estimar sobre la base de su formación y experiencia la probabilidad del resultado del proceso, ello a solicitud de su cliente: De esa forma el abogado se constituye en un agente clave para influir en la decisión de ir a proceso y el cliente preferentemente se dejará guiar por el consejo del profesional. Claramente se plantea aquí un escenario de agente-principal en el que uno de los actores – el “principal” que es en este caso, el litigante- depende de la acción del otro actor –El “agente” que no es otro que el abogado- a cuyas proposiciones se subordina. Y aquí se pone en evidencia una clara asimetría informativa: el abogado conoce el sistema legal y las distintas aristas y contingencias que en dicho ámbito puede tener el caso, información con la que no cuenta el cliente. La asimetría agudizada en este contexto de relación de agencia, puede dar lugar a que la decisión de litigar no esté alineada al interés del cliente sino al del abogado si se comporta en forma oportunista y empuja a su eventual patrocinado a litigar aun cuando íntimamente conoce que dicho emprendimiento es inconducente; en buena cuenta, el denominado “Moral Hazard”  o riesgo moral donde el abogado asume mayores riesgos (entiéndase como tal el hecho de impulsar una “causa perdida” que le será igualmente remunerada) cuando los costos de dichos riesgos, vale decir, el resultado negativo (previsible para el abogado y no para el cliente) lo asume su patrocinado.

No deja de ser especialmente significativo el rasgo particular en sistemas judiciales como el peruano en el cual el altísimo nivel de falta de predictibilidad agudiza el problema al punto de ser la opinión del abogado “determinante” para el cliente, el cual normalmente aspira en encontrar como respuesta un porcentaje de probabilidades que, en estricto, es meramente estimatorio.

Es obvio que las empresas tienen mayores recursos para mitigar el riesgo moral: la consideración de una segunda opinión, la facilidad para soportar costos de búsqueda de mejores abogados y los filtros de los departamentos legales internos coadyuvan a reducir la brecha de asimetría y diluir significativamente el efecto de la relación de agencia. En el caso de los individuos, el problema se plantea con mayor persistencia pues con frecuencia no tienen más elementos para escoger al abogado idóneo que no sea la intuición o la recomendación de terceros, depositando su confianza muchas veces en quienes no lo ameritan.

Quizás la mayor dificultad que encontramos en los servicios legales sea su peculiar naturaleza que corresponde a lo que la teoría económica define como “credence goods” o “bienes de confianza, en los cuales no es posible determinar certeramente su utilidad no solamente antes de contratarlos, sino que aún después, es materialmente imposible identificar cuanto “sumó” el servicio a la consecución del resultado esperado. Si a esta especial característica del quehacer del profesional del Derecho le aunamos el problema de asimetría informativa antes acotado, podemos adelantar como conclusión que no será fácil para el cliente identificar si el servicio brindado por el abogado, bueno o malo, influyó o no en el resultado proceso, más aún cuando el abogado está en mejor posición que su patrocinado para solapar su descuido, justificar sus actos y liberarse de cualquier reproche sobre su conducción del proceso.

Aun cuando no es objeto de este pequeño artículo profundizar en aspectos comportamentales, -y en aras de no satanizar a todos los abogados haciendo generalizaciones- no puedo dejar de mencionar algunas consideraciones que, con cargo a ampliarlas en un enfoque más profundo vale la pena auscultar y que están relacionadas directamente con los litigantes. Una de ellas tiene que hacer con el interés de los clientes de “oír lo que quieren oír” del abogado y preferir a aquel que, lejos de darle una opinión objetiva, confirma sus creencias claramente influenciadas subjetivamente en cuanto a la verosimilitud de su derecho respecto de las cuales está “anclado”. Este efecto ex-ante muta a otro sesgo en su fase ex-post cuando el litigante le atribuye exclusiva y completamente la responsabilidad del resultado del proceso a una desidia o negligencia su abogado, a pesar que, objetivamente, la pretensión era manifiestamente insostenible jurídicamente: En pocas palabras, “si gano, es porque la Justicia me dio la razón; si pierdo, es porque mi abogado es malo”.

Así las cosas, la asimetría informativa entre abogado y cliente impone un riesgo de entrada en tanto que, siendo la opinión informada determinante de la decisión de litigar, ésta puede verse sesgada por el interés personal del letrado (riesgo moral) y conducir a una sobrelitigación, lo cual claramente reporta un comportamiento oportunista que genera una externalidad negativa en la administración, provocando congestión en el sistema de justicia, al margen de las consecuencias directas a los agraviados. Como ya hemos mencionado, el problema se agudiza dada la naturaleza de los servicios de patrocinio legal que cubre de opacidad la verificación de la inconducta del abogado.

Se ha ensayado algunos remedios para paliar esta situación, los cuales desafortunadamente no funcionan. A un primer nivel tenemos, desde la misma administración de justicia la Oficina de Control de la Magistratura (OCMA) la cual, según su norma constitutiva, apunta a constituirse en un instrumento fundamental para el estricto cumplimiento de las acciones de control orientadas a la permanente evaluación de la conducta funcional de magistrados y auxiliares jurisdiccionales del Poder Judicial, como también de identificación de las áreas críticas y erradicación de malas prácticas en el servicio de justicia. Queda claro entonces que la labor de la OCMA está enfocada más específicamente al ámbito de la labor jurisdiccional que al patrocinio profesional, por lo que no aporta incentivo alguno para mitigar los efectos de la situación planteada.

En el caso peruano, tenemos además normas en el propio Código Procesal Civil que apuntan a promover un comportamiento diligente de los abogados, así:

Capítulo VIII
Deberes y responsabilidades de las partes, de sus Abogados y de sus apoderados en el proceso
(…)

Responsabilidad patrimonial de las partes, sus Abogados, sus apoderados y los terceros legitimados.
Artículo 110°. - Las partes, sus Abogados, sus apoderados y los terceros legitimados responden por los perjuicios que causen con sus actuaciones procesales temerarias o de mala fe. Cuando en el proceso aparezca la prueba de tal conducta, el Juez, independientemente de las costas que correspondan, impondrá una multa no menor de cinco ni mayor de veinte Unidades de Referencia Procesal.
Cuando no se pueda identificar al causante de los perjuicios, la responsabilidad será solidaria.

Responsabilidad de los Abogados
Artículo 111°. - Además de lo dispuesto en el Artículo 110, cuando el Juez considere que el Abogado actúa o ha actuado con temeridad o mala fe, remitirá copia de las actuaciones respectivas a la Presidencia de la Corte Superior, al Ministerio Público y al Colegio de Abogados correspondiente, para las sanciones a que pudiera haber lugar.

Temeridad o mala fe
Artículo 112°. - Se considera que ha existido temeridad o mala fe en los siguientes casos:
1. Cuando sea manifiesta la carencia de fundamento jurídico de la demanda, contestación o medio impugnatorio;
2. Cuando a sabiendas se aleguen hechos contrarios a la realidad;
3. Cuando se sustrae, mutile o inutilice alguna parte del expediente;
4. Cuando se utilice el proceso o acto procesal para fines claramente ilegales o con propósitos dolosos o fraudulentos;
5. Cuando se obstruya la actuación de medios probatorios; y
6. Cuando por cualquier medio se entorpezca reiteradamente el desarrollo normal del proceso;
7. Cuando por razones injustificadas las partes no asisten a la audiencia generando dilación.

Visto el articulado transcrito precedentemente, es objetivamente verificable que las sanciones a que se refiere el CPC no influyen significativamente en promover una conducta ética por parte de los abogados. Más allá del valor nominal de las consecuencias previstas en la norma, debemos identificar el valor esperado (a saber, el valor nominal ponderado por la probabilidad de aplicación y efectivo cumplimiento) de dichas sanciones y concluiremos que éste es prácticamente nulo, por varias razones: i) Las sanciones nominalmente ya son bajas; ii) Aun así, los jueces no las aplican regularmente sino en casos extremos, mucho menos en el supuesto del numeral 1 del artículo 112° en cuestión; iii) una vez aplicadas, no existe proceso de seguimiento alguno que garantice un efectivo cumplimiento, por lo cual las sanciones se diluyen en el olvido.

A un segundo nivel podemos considerar a los colegios profesionales, gremios que, teóricamente, salvaguardan el ejercicio honesto y diligente del ejercicio del Derecho, para lo cual cuentan con un Código de Ética de observancia obligatoria. Cito a continuación dos artículos del Código de Ética del Colegio de Abogados de Lima:

Artículo 59°. - Medios alternativos -Falta a la ética profesional el abogado que aconseje a su cliente el inicio de un litigio innecesario, debiendo procurar resolver la controversia a través de la transacción extrajudicial, conciliación y demás medios alternativos de solución de conflictos.

Artículo 60°. - Abuso del Proceso-  Falta a la ética profesional el abogado que abusa de los medios procesales para obtener beneficios indebidos o procura la dilación innecesaria del proceso.

Las disposiciones antes reseñadas suenan, qué duda cabe, muy alentadoras. Sin embargo, la evidencia empírica demuestra que son letra muerta: La data histórica del CAL corrobora que se sanciona apenas a una mínima parte de abogados que incurren en faltas éticas y, entre ellas, probablemente ninguno haya sido castigado puntualmente por las que son tipificadas en los artículos precedentemente citados. Aún más, bajo el supuesto negado que se aplicara una sanción y a pesar que esta fuera la más severa -vale decir, la inhabilitación para el ejercicio profesional-, esta resulta totalmente inútil y estéril toda vez que el abogado sancionado no tiene mas que ir a otro colegio profesional e inscribirse, con lo cual reasume a plenitud su capacidad de ejercer el patrocinio legal. Mucho aspaviento, inútil grandiosidad y fallida severidad que no conduce en la realidad a absolutamente nada.

Un tercer remedio ensayado es recurrir a la Comisión de Protección al Consumidor del Instituto de Defensa de la Competencia y de la Propiedad Intelectual (INDECOPI) para denunciar al abogado por una conducta tipificada como violatoria de las normas de protección al consumidor. Así, dentro de sus lineamientos se esboza un criterio para identificar lo que espera un consumidor respecto de la contratación de un abogado:

Un consumidor razonable que solicita los servicios de asesoría legal tendrá la expectativa que durante su prestación no se le asegure un resultado, pues éste no resulta previsible; sin embargo, si esperará que el servicio sea brindado con la diligencia debida y con la mayor dedicación, utilizando todos los medios requeridos para garantizar el fin deseado. En ese sentido, la falta de idoneidad puede darse tanto por un error en la información que se brinda al consumidor como a la falta de diligencia que se ponga en el caso por el que se contrata al asesor legal

A pesar de que no existe jurisprudencia del INDECOPI respecto de casos en los cuales se haya sancionado a un abogado por inducir al cliente a un litigio ocioso y manifiestamente impertinente, bien podría encuadrarse teóricamente el caso dentro del deber de idoneidad a que describe el artículo 18° del Código de Protección y Defensa del Consumidor :

Artículo 18º.- Idoneidad Se entiende por idoneidad la correspondencia entre lo que un consumidor espera y lo que efectivamente recibe, en función a lo que se le hubiera ofrecido, la publicidad e información transmitida, las condiciones y circunstancias de la transacción, las características y naturaleza del producto o servicio, el precio, entre otros factores, atendiendo a las circunstancias del caso.
La idoneidad es evaluada en función a la propia naturaleza del producto o servicio y a su aptitud para satisfacer la finalidad para la cual ha sido puesto en el mercado.
(…)

La teoría dista sin embargo de la práctica. La particular naturaleza de los servicios legales -bienes de confianza- hace especialmente complejo discriminar objetivamente la responsabilidad del abogado en la decisión de litigar -más difícil aún, su responsabilidad en el resultado final del proceso-, a pesar que en los hechos es determinante en el dimensionamiento de la probabilidad en el resultado que, finalmente, influye en dar ese paso.

En este orden de cosas, parecería que la regulación y el sistema de sanciones no coadyuva de modo alguno ni genera los incentivos adecuados para reducir este comportamiento oportunista, por lo que es pertinente poner énfasis en los mecanismos ex-ante que tengan que hacer con mayor transparencia e información en el mercado de servicios legales, a través de la reputación y publicidad que permita elegir adecuadamente a quien asistirá al cliente en la solución de un conflicto de intereses.

Las reflexiones anteriores me conducen a un segundo aspecto que tiene que ver con otra razón por la cual los litigantes deciden contratar a un letrado que los patrocine en juicio, esto es, la percepción que, con un abogado, van a incrementar sus posibilidades de alcanzar el éxito en el litigio. Este ámbito no está exento de un problema de información originado por el real impacto que puede tener la participación del abogado; dicho de otra forma, el valor agregado que aporta la asesoría especializada en la consecución del resultado. Por otro lado, encontramos además la dificultad intrínseca originada en la elección misma del abogado que brindará el patrocinio en el proceso.

Siendo el Derecho una disciplina compleja y enrevesada, es natural que los clientes asuman, en teoría, que contando con la asistencia de un profesional incrementarán su posibilidad de éxito en el juicio, vale decir, gozarán de una ventaja estratégica de cara al proceso, para lo cual están dispuestos a asumir el costo de remunerarlos por sus servicios. La idea, tal como la plantean con especial simplicidad y claridad CABRILLO y FITZPATRICK (2011) citando a ASHENFELTER y BLOOM (1996) puede subsumirse en un modelo simétrico y no cooperativo de teoría de juegos correspondiente al Dilema del Prisionero: Asumamos que el monto de la controversia es 100 y el costo de contratar un abogado es de 30. Si ninguna de las partes contrata un abogado, ambas tienen la misma probabilidad de ganar, esto es 50. Ahora bien, si una de las partes contrata al abogado y la otra no, la primera tiene todas las de ganar (100 – 30 que es lo que le cuesta el abogado = 70) y la segunda perderá; igual ocurrirá en el caso contrario y, finalmente, si ambas contratan un abogado, su probabilidad vuelve a ser 50, pero ambas deberán asumir el costo de su abogado, razón por la cual el beneficio esperado es 50-30= 20. En resumen, tenemos:


PARTE B
SIN ABOGADO
CON ABOGADO
PARTE
A
SIN ABOGADO
50-50
0-70
CON ABOGADO
70-0
20-20


De la matriz se infiere que, a primera vista, parecería lo más eficiente que ninguna de las partes contratase a un abogado pues maximizarían su utilidad y atemperarían sus probabilidades, sin embargo, queda claro que la estrategia dominante consistirá en contratar un abogado, pues será la más provechosa para cada uno de ellos independientemente de la estrategia de su contraparte.


Sofisticando el análisis, la idea del cliente es poder contar con el “mejor” abogado para su caso teniendo en consideración su restricción presupuestaria. A la luz de lo expresado, elegir al abogado no es cosa simple, mucho menos en un mercado de tan escasa información que, correlativamente, incrementa los costos de búsqueda. Aquí existe una variable adicional que bien describe HADFIELD (2000) al señalar que el cliente tenderá a procurar contratar a aquel abogado que, en términos relativos, le represente una mejor alternativa. Dicho de otra forma, buscaré a aquel abogado que, ceteris paribus, me genere una mejor posición de defensa legal en términos de calidad comparativa de la que tiene mi oponente. Este factor tiene especial complejidad en una relación jurídica tradicionalmente reconocida como obligación de medios y no de resultado, a pesar que esta clasificación es controvertida en la doctrina. Aún más, identificar ello es difícil de determinar ex-ante sino al final del proceso y como consecuencia del fallo resolutorio del caso.

Los criterios de elección del abogado son, en muchos casos, puramente intuitivos a la luz de sistemas como el nuestro para el caso de las personas naturales (ya mencionamos que las empresas tienen mejores posibilidades de incurrir en mayores costos de búsqueda para reducir la incertidumbre y elegir mejor) con lo cual el problema de asimetría informativa nuevamente adquiere relevancia.  En el escenario antes planteado, el cliente se guiaría por algunos criterios básicos, por ejemplo, la reputación, la información disponible y la empatía.

La reputación está asociada a los atributos que refleja el profesional en el mercado. Aquí también entra a jugar un aspecto subjetivo que está relacionado a las cualidades positivas o negativas del potencial abogado, según puedan considerarse como tales. Por ejemplo, un abogado “ganador” a cualquier precio (inclusive utilizando las peores mañas y corruptelas) puede ser preferido por el cliente, aún a sabiendas de su conducta infractora, ello en atención a la ausencia de consecuencias por dichos actos, o la inexistente "internalización de la externalidad" Como hemos visto, en el contexto que nos ocupa no deja de ser racional un análisis según el cual “no me interesa lo que haga el abogado con tal que gane; finalmente ni a él ni a mí nos pasará nada”. Obviamente un razonamiento de esta naturaleza revela una fragilidad institucional severa y un problema más complejo del que abordamos en este trabajo, que exige reformas muchísimo más profundas.

La ausencia de información en el mercado de servicios legales es también llamativa. Ello se acentúa cuando se establecen prohibiciones en cuanto a la publicidad en este rubro. Quienes están a favor de una prohibición de la publicidad sostienen que ello elimina el engaño, reduce el ámbito de decisiones irracionales y evita que el mercado se banalice en una mera disputa de precios, “devaluando” el ejercicio digno del Derecho. Nada más errado. Toda prohibición publicitaria es en sí misma una restricción informativa en cuanto a las cualidades, positivas o negativas de los agentes, perjudicando e impidiendo que se generen incentivos reales para mejorar la prestación de los servicios.  A contramano, el sistema peruano tiene mecanismos fallidos para “obtener” alguna información, puntualmente, la habilidad del abogado -entendida no como una aptitud cualitativa para ejercer diligentemente la profesión, sino puramente el estar al pago de sus cotizaciones en el gremio de abogados correspondiente- de tal suerte que se exige que, al momento de interponer una demanda, se acredite la “habilidad” del abogado mediante un constancia que emite el colegio de abogados del que se trate y que obviamente se traduce en un costo y consecuentemente una barrera de entrada, a todas luces inútil. En resumen, la “habilidad” del abogado no la otorga los estudios seguidos, ni la experiencia, mucho menos la reputación; la concede el pago puntual de poco menos de US$ 5.00 mensuales. Un grosero ejercicio de “rent seeking” a través de la manipulación del sistema de justicia y que debería ser desterrado totalmente por constituir una práctica perversa y contraproducente.

Finalmente tenemos la empatía como marco de elección del abogado, probablemente el mecanismo más intuitivo de todos, pero no por ello menos utilizado. Nos referimos específicamente a esa capacidad cognitiva de identificarse con los intereses y la capacidad de comprender el punto de vista o estado mental de otro. Últimamente la psicología y la sociología han estudiado con amplitud este tema e inclusive la neurociencia ha podido identificar que se trata de un proceso biológico perfectamente definido y que opera a nivel cerebral. Siendo así, la empatía es un proceso que puede entrenarse y desarrollarse. Los abogados tienden a mostrarse especialmente empáticos al cliente desde la primera interacción; no obstante, ello puede ser a veces optado como un recurso desleal frente a aquel cliente que está en busca de oír aquello coincidente con su propia intención subjetiva, lo que se traducirá probablemente en una heurística o "atajo" para resolver un problema complejo de escoger al abogado “correcto” y depositar su confianza en él, bajo una suerte de sesgo de disponibilidad (en este caso una sobreestimación de las probabilidades en función a “lo que le dice su abogado”) , altamente sensible.

Finalmente, tenemos el caso de la contratación de un abogado porque así lo manda la ley y es obligatorio hacerlo -más allá de que quiera hacerlo o no-, toda vez que el sistema de defensa cautiva restringe la comparecencia cuando falta la intervención del abogado.

La idea que subyace en las políticas de defensa cautiva es que, si se exige la intervención obligatoria de los abogados, se reducen las externalidades derivadas de la impericia en la conducción y participación en el proceso lo cual importa una reducción en los costos de tramitación de éstos, en el entendimiento que los abogados conocen mejor como operar en el marco de las normas adjetivas pues precisamente han sido formados para ello. Al mismo tiempo, la defensa cautiva garantizaría la defensa y patrocinio de las partes involucradas en un conflicto de intereses, como un mecanismo garantista del debido proceso. Es obvio que tener un abogado obligatoriamente representa un costo, sin embargo, la teoría diría que ello se justifica dadas las ventajas ya anotadas.

La realidad dista mucho de cumplir esa finalidad: Operativamente,uno de los medios a través de los cuales se observa la intervención del abogado se expresa en su firma -obligatoria, por cierto- en todo escrito, cualquiera sea este, dirigido al órgano de justicia. Se entiende que cuando el abogado “autoriza” el escrito (y nótese que usamos el verbo “autorizar”, que, según la RAE significa “aprobar, confirmar, comprobar algo con autoridad”) lo que supuestamente hace es un control mínimo de legalidad del documento a presentarse, para lo cual ha sido formado y cuenta con mayor información y pericia que un lego en Derecho. Correlativamente, el abogado debería ser responsable de ello ante la judicatura, lo cual no ocurre: De hecho, es frecuente ver a abogados dispuestos a “alquilar” su firma y sello por un monto irrisorio en las inmediaciones de las sedes de despacho judicial, para aquellos que lo único que buscan es satisfacer el requisito de la intervención de abogado sin más, pues la redacción la hace cualquiera, menos un abogado. En suma, la desnaturalización completa de la intervención del letrado en el proceso, reduciéndose a una simple barrera de entrada.

Visto el problema, parecería sensato repensar el tema de la defensa cautiva. En buena cuenta, de lo que se trata es de un mecanismo que monopoliza la defensa legal y, como toda estructura de esta naturaleza, la competencia es inexistente afectando sensiblemente el funcionamiento del mercado, debilitando la calidad de los servicios y propiciando meras barreras de acceso a la Justicia que lindan con una infracción constitucional.

No sorprende que los gremios de abogados se empeñen en endurecer aún más las restricciones a los litigantes para exigir la intervención de letrados en más trámites y actuaciones procesales en distintos fueros. En algunos casos hasta se ha pretendido promover iniciativas legislativas conteniendo restricciones de acceso al ejercicio profesional mediante propuestas de cierre temporal de facultades de Derecho porque “hay muchos abogados” u otros mecanismos subalternos más sutiles como incrementar los requisitos para acceder a la tan ansiada colegiatura que permita “ser” abogado en el Perú. De hecho, los colegios profesionales también han alzado su voz de protesta cuando en algunos procesos administrativos se ha obviado la exigencia de intervención obligatoria de abogado, so pretexto que “se está atentando contra la seguridad jurídica”, manido recurso que, en buena cuenta, es la mejor razón para comprender que no hay ninguna razón. 

Desde la profesión de abogado se plantean muchos desafíos ante la realidad planteada: Mucho del problema está en el mismo sistema en el que se subsume la actuación de los abogados y que genera incentivos negativos que van en detrimento de la calidad de los servicios legales, la recurrencia de comportamientos deshonestos y un deterioro mayor del ya alicaído prestigio de la profesión. Habrá mucho trecho para caminar hasta alcanzar un nivel en que la intervención del abogado sea estimada como una ventaja competitiva para el cliente que justifique espontáneamente su contratación, redundando ello en la agilidad y eficiencia del sistema de justicia.

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