domingo, 6 de diciembre de 2009



¡NO FUMAR!
¿Es cuestión de prohibir por prohibir?

Recientemente hemos visto que el Gobierno ha impulsado algunas medidas destinadas a reducir el consumo de cigarrillos. Para tal fin, se piensa incrementar la carga impositiva que recae sobre dichos productos y reducir los espacios públicos donde está permitido fumar. Además, algunos distritos han impuesto altas multas para los establecimientos que vendan cigarrillos a menores de edad.

Toda esta “onda anti-tabaco” me hizo reflexionar respecto de la eficiencia de dichas medidas o, más genéricamente, si esa es la mejor forma de “desterrarse” el cigarrillo de la sociedad.

Queda claro que quien fuma, asume un riesgo para su salud de la misma forma que lo hace un deportista que practica un deporte extremo o un torero que se enfrenta a un bravo toro de lidia, y no por ello dichas actividades son prohibidas o desincentivadas por el Estado. En el caso de los cigarrillos la situación que se plantea y que difiere de los supuestos anteriormente citados está referida a los costos sociales que se generan de su consumo. Como es obvio, quien fuma afecta a los demás con el humo, en tanto que contamina el ambiente que es común a todos, al margen de las molestias naturales que origina. Pero existen otros costos no siempre visibles y que están referidos a la inversión que asume el Estado a través de la seguridad social y los sistemas de salud para atender las enfermedades pulmonares de los fumadores y/o de quienes se ven afectados pasivamente por el consumo. Estos costos “no contratados” constituyen típicamente una externalidad.

En este orden de ideas y en la medida que los fumadores generan una externalidad que da lugar a un costo social, deberíamos promover desde el Estado medidas tendientes a “internalizar la externalidad” y con ello, marginalmente, desincentivar el consumo del cigarrillo. Y la forma más eficiente de alcanzar el objetivo es haciendo que fumar sea más “costoso” para quien desee hacerlo. Pero hacer más costoso algo, no significa subirle el precio artificialmente, como se piensa en forma por demás elemental y simplista. El concepto de costo en esta dimensión tiene un contenido mucho más complejo y está referido al denominado “costo de oportunidad” esto es, a los beneficios perdidos al descartar un curso de acción distinto, aquello a lo que un agente económico renuncia cuando toma una decisión y que va mucho más allá de una mera monetarización.

Un amigo abogado y fumador empedernido me contaba recientemente que en el edificio donde se ha mudado su Estudio existen normas restrictivas para fumar, lo cual lo ha obligado a instalar un costoso y sofisticado sistema de extracción de humo y deodorización en su oficina personal. Al revisar la factura de lo que le costó la instalación del equipo en su despacho, comenzó a arrepentirse del gasto incurrido y aún cuando ya era demasiado tarde para desistirse de la adquisición, se puso a pensar si finalmente “valia la pena” gastar tanto por fumar. El ejemplo nos demuestra claramente el hecho que, puestas en una balanza, las satisfacciones del consumo del cigarro no justificaban una inversión tan grande para mi amigo y, probablemente en una decisión más reflexiva, hubiera optado por no fumar, toda vez ello le resultaba muy costoso, económicamente hablando. Un detalle significativo de la anécdota es que, ya instalado el modernísimo sistema extractor de humo, mi amigo ha prohibido terminantemente que otros compañeros del Estudio, antojados de fumar ocasionalmente un cigarrillo, se cobijen en su oficina para consumar su propósito; y no le falta razón: Dicho comportamiento configuraría típicamente lo que conocemos como “free rider”, esto es, una persona que recibe un beneficio por utilizar un bien o un servicio pero evita pagar por él. En una estructura de interacción colectiva los “free riders” son aquellos actores que bajo diversas circunstancias, se ven beneficiados por las acciones de los demás, sin ellos mismos cargar con el costo de esas acciones. Aún cuando es un fenómeno plenamente descrito y estudiado en la ciencia económica, convengamos que constituye una debilidad particularmente común en nuestro país.

Pues bien, las políticas de Estado normalmente están enfocadas a prohibir y prohibir más, o a incrementar artificialmente el costo de los cigarrillos, sin reparar que medidas de esa naturaleza en sociedades como la nuestra son abiertamente ineficientes y, en muchos casos, generan efectos perversos y abiertamente contraproducentes.

La primera medida que siempre se suele proponer en forma por demás precipitada, es incrementar artificialmente el costo de los cigarrillos a través de impuestos. Este tipo de impuestos es conocido como “impuesto pigouviano” y es una forma de paliar las externalidades, toda vez que apuntan a que el costo marginal privado más el impuesto, sea igual al costo marginal social. El principal problema que plantea este tipo de impuestos se manifiesta en el hecho de que es casi imposible obtener la información necesaria para calcular un impuesto óptimo, debido al carácter privado de los beneficios y costos marginales y a las asimetrías que genera esta condición, así como a la exigencia teórica de tener un cargo - a saber, el impuesto- que varíe conforme al mayor o menor costo que genera en cada caso la externalidad. Así, en virtud de estas dificultades, la mayoría de los impuestos no permitirá lograr soluciones óptimas y por tanto no puede afirmarse que se encuentre entre las medidas más eficientes.

Un segundo problema que plantea el incremento artificial del precio por efecto del impuesto y, que es particularmente sensible en realidades como la nuestra, estriba en la expansión de un mercado negro de cigarrillos ingresados de contrabando a un bajo costo. En efecto, al subir el precio de los cigarrillos por efecto de los impuestos, es probable que los fumadores opten por adquirir cigarrillos de contrabando que se venden libremente en cualquier esquina de nuestra ciudad. La explicación económica de ello lo encontramos en el concepto de bienes sustitutos. Así, en cuanto un bien puede ser sustituido por otro, la demanda de las dos clases de bienes será considerada conjunta por el hecho de que los consumidores pueden cambiar un bien por el otro si se convierte en algo ventajoso hacer eso, en el caso que nos ocupa, un ahorro en el acceso a un bien que tiene características inelásticas por su naturaleza eminentemente adictiva. En consecuencia, aún cuando no estamos ante bienes sustitutos perfectos, un incremento del precio de los “cigarrillos legales” (ceteris paribus) provocará un incremento de la demanda de sus bienes sustitutos, vale decir, los cigarros de contrabando.

Otra medida que se ha impuesto como una política pública dominante en muchos países consiste en restringir el consumo de cigarrillos en locales públicos, en unos casos limitando los espacios habilitados para fumadores y, recientemente, prohibiendo fumar en todo establecimiento público. Estimo que las medidas más radicales que prohíben toda posibilidad de fumar en recintos públicos, aún cuando estuvieran habilitados solo para fumadores, es una medida extrema e impropia que finalmente resulta manifiestamente ineficiente. Como hemos señalado en párrafos anteriores, el consumo de cigarrillos genera una externalidad negativa y, en ese sentido deberíamos generar las condiciones para que quienes originan la externalidad internalicen dicho costo. Y una forma de hacerlo es justamente a través de espacios reservados para fumadores. Como es obvio dichos espacios deberían estar dotados de condiciones especiales para reducir los efectos contaminantes del humo del tabaco y ello se expresaría en el mayor precio que los fumadores deberían asumir si es que quieren darse el gusto de fumar un cigarrillo. Dicho en pocas palabras, si quieres fumar, debes pagar más por ello, lo cual es muy distinto a una regla ciega y absoluta de prohibir todo establecimiento para fumadores. No deja de ser relevante el hecho que, en aquellas ciudades donde existe una prohibición total de fumar en establecimientos cerrados y/o p{públicos, los fumadores no tienen más remedio que salir a la calle a fumar, provocando que las calles estén “tapizadas” de colillas de cigarrillos, sin perjuicio que los efectos contaminantes –y, correlativamente, la externalidad- son prácticamente análogos.

Así las cosas, creo que desde la dimensión del Análisis Económico del Derecho podemos ofrecer algunas alternativas creativas que, probablemente puedan ser más eficientes para alcanzar los objetivos de las políticas públicas para encarar el consumo de cigarrillos, mitigando los costos sociales que genera.

Una primera idea consiste en dificultar el acceso al cigarrillo. El Perú debe ser uno de los pocos países, sino el único, en el que se expende cigarrillos en un formato de minicajetillas de escasas unidades. Este formato o presentación se utiliza para fines publicitarios o en degustación, pero nunca para venta directa al público. El resultado de presentar cualquier producto en formatos de menor cantidad –como por ejemplo, los pañales, aceites, detergentes, etc- “hace más grande el mercado”, esto es, permite que sea accesible a un mayor público y, en el caso de los cigarrillos, particularmente para el segmento juvenil y de bajos recursos que son justamente los que probablemente incidan con mayor impacto en los costos sociales derivados del consumo de cigarrillos. En el caso de los jóvenes, porque constituye una fuerza de trabajo que se ve mermada directamente por los efectos negativos del consumo del tabaco a la salud y, en el caso de los segmentos de bajos recursos económicos, porque el Estado debe asumir a través de los sistemas públicos de salud la atención de las enfermedades asociadas a su consumo. Una buena medida sería entonces limitar la venta de cigarrillos a su presentación tradicional de veinte cigarrillos.
Otra forma de hacer más costoso el consumo de tabaco es incrementando los costos de búsqueda. En nuestro país, uno puede comprar cigarrillos en cualquier parte. Aún más, en cualquier esquina podemos adquirir cigarrillos sueltos sin ningún problema, muchos de dudosa calidad, pero también los podemos conseguir en bodegas, estaciones de servicio, bares, etc. Dicho en pocas palabras, tenemos el cigarrillo al alcance de nuestras manos. ¿Acaso no sería mejor restringir la venta a “tabaquerías” o establecimientos dedicados exclusivamente al expendio de cigarrillos como en las principales ciudades del mundo? Ello tiene muchas ventajas desde diversos niveles: Para los consumidores dispuestos a darse el trabajo de ir hasta una tabaquería en la búsqueda de sus cigarrillos (y que ciertamente serán muchos menos que los que adquieren cigarrillos en las esquinas), permite encontrar en un mismo sitio toda la oferta disponible. Para el Estado, permite implementar de forma mucho más eficiente el control sobre el expendio ilegal de cigarrillos a menores y sobretodo, identificar más fácilmente la venta de cigarrillos de contrabando. Por cierto, reduciendo la cantidad de puntos de venta de cigarrillos se podrá controlar mejor que no se expendan cigarrillos sueltos, como ocurre pintorescamente solo en el Perú. Y, residualmente, menos individuos fumarán pues les resultará costoso (en términos de costos de oportunidad) desplazarse hasta una tabaquería para comprar cigarrillos.

En el plano referido a la salud, todos sabemos que cuando tomamos un seguro privado la primera pregunta que se consigna en todos los formularios y aplicaciones es: ¿fuma? De la respuesta positiva o negativa que demos dependerá la prima de seguro que abonaremos, lo cual está en directa relación con el nivel de exposición al riesgo o siniestralidad que, en el caso de los fumadores es mucho mayor: Entonces a mayor riesgo de enfermedad, pagaremos más por el seguro. Esta situación no ocurre en el caso de la seguridad social y, por el contrario, en la medida que no se discrimina entre el mayor o menor riesgo, lo que ocurre en la práctica es que aquellos que no fuman, subvencionan la atención médica de los fumadores. La situación descrita es manifiestamente ineficiente y no genera incentivo alguno para dejar de fumar, toda vez que otro asume los costos de las consecuencias económicas de dicho hábito, por lo que sería recomendable que todo asegurado tuviera que efectuar una declaración jurada sobre su condición de fumador, en cuyo caso su aportación deberá ser mayor. Este procedimiento, empero, sería muy vulnerable y fácilmente eludible, si no se establece una sanción efectiva y severa en caso de una declaración falsa, como por ejemplo, la suspensión temporal o definitiva del servicio de salud.

Son frecuentes las medidas legales que obligan a consignar en los empaques de cigarrillos mensajes alusivos a los efectos negativos de fumar. Probablemente de la forma, contenido y tamaño de dichos mensajes podría evaluarse si tienen algún efecto real en el fumador. En otros casos, se han incorporado imágenes de los daños provocados por el consumo de tabaco en el cuerpo las cuales, más que eficaces, resultan muy desagradables para la vista. No obstante, en algunos supuestos, dichas medidas de alerta pueden tener un efecto muy potente en el plano emocional del fumador, como por ejemplo el empaque de cigarrillos en algún país que uno de sus lados era de color negro y solo tenía una breve mención que ocupaba toda la extensión: “Esto mata”. La impresión que causa este empaque no es grotesca y de mal gusto como una foto y, efectivamente, provoca en el fumador la idea que al tomar un cigarrillo, en buena cuenta está tomando un arma con la cual se está haciendo daño.

Hasta aquí hemos revisado algunas políticas públicas con mayor o menor eficacia para enfrentar el consumo de cigarrillos. Sin embargo, he dejado para el final a las medidas que, desde mi punto de vista personal, son las que resultan más efectivas. Me refiero a la educación y a la generación de una consciencia colectiva de los efectos negativos del hábito de fumar, particularmente, en los niños.

Hace ya algunos años había un programa infantil en el que cantaban una canción cuyo mensaje era “papi, deja de fumar” y donde aparecía un personaje desventurado y que merecía el rechazo general de todos los niños, pues representaba a una cajetilla de cigarrillos. Estoy seguro que esta canción pudo más que muchas políticas instrumentadas desde el Estado. Los niños habían asimilado los efectos nocivos del cigarrillo y, masivamente, intervenían para impedir que sus padres o familiares fumen, en muchos casos de forma directa, rompiendo o apagando los cigarrillos, escondiéndolos o botándolos a la basura. La mayoría de amigos fumadores que he tenido, han dejado de fumar no porque el Estado se lo prohibió o porque los cigarrillos subieron de precio, sino porque sus hijos se lo pidieron o los hicieron sentir realmente como un mal ejemplo para ellos. En algún caso, se trataba de gente que ya había probado sin éxito métodos supuestamente sofisticados, científicos e infalibles. Pudo más el cariño a los hijos, el interés de transmitirle buenos ejemplos y valores en su formación.
La formación en educación y valores saludables también genera residualmente un efecto reputacional que puede tener un impacto respecto de los incentivos para dejar de fumar. En un mundo en el que se promueve intensamente una cultura light, de vida saludable y cuidado al medio ambiente, difundir los efectos contrarios que genera el tabaco, genera que socialmente “esté de moda” no fumar, dados los efectos negativos que ocasiona.

Por todo lo expuesto, estoy convencido que el Estado, más allá de dedicarse a prohibir por prohibir o encarecer los cigarrillos, debería invertir masivamente en campañas de comunicación y educación en todos los centros escolares y desde muy temprana edad, para desincentivar el consumo de cigarrillos, enfatizando sus efectos negativos en la salud y el medio ambiente. Estos valores serán llevados al hogar y seguramente serán acogidos por todos los demás miembros de la familia. Sin embargo, no me hago demasiadas ilusiones sobre la posibilidad que el Estado invierta decididamente en ello: las razones de mi escepticismo estriban en el hecho que los resultados de la implementación de políticas de consolidación de valores y educación no son de corto plazo y, por lo tanto se requiere firmeza y perseverancia para lograr resultados apreciables en el tiempo. Por lo mismo, implementar este tipo de medidas no es atractivo ni rentable políticamente, toda vez no se pueden exhibir resultados tangibles en plazos cortos, prefiriéndose medidas efectistas y de gran impacto mediático, pero de escaso o nulo provecho para la sociedad.

lunes, 31 de agosto de 2009


Si Sun Tzu fuera Abogado…
Reflexiones desde la Teoría de los Juegos sobre las herramientas estratégicas de la guerra aplicadas a la negociación en el campo del Derecho.
Hace algún tiempo me causó curiosidad un pequeño libro llamado “El Arte de la Guerra[1]escrito por un estratega militar chino llamado Sun Tzu y que condensa un conjunto de postulados desarrollados en forma alegórica, conteniendo reglas y procedimientos para alcanzar la victoria en el campo de batalla.

El texto original de Sun Tzu (plasmado en más de trece mil ideogramas) fue traducido por primera vez a una lengua occidental en el año 1772. A partir de ese momento, dicho trabajo ha sido publicado en innumerables ediciones y más de 60 idiomas, convirtiéndose en uno de los libros más difundidos hasta la actualidad. De la misma forma, a partir de este best seller de singular éxito en el mercado, proliferaron diversos textos que aplicaban los consejos de Sun Tzu a las más variadas disciplinas relativas al ámbito de los negocios[2] en muchos de los cuales se hace una antojadiza y sesgada extrapolación de sus paradigmas, como receta infalible para el éxito y la dominación. Ello ocurre porque “El Arte de la Guerra” es considerado dentro de los tratados más notables de estrategia militar, comparable con el famoso “De la Guerra” de Carl Philipp von Clausewitz quien es, sin duda alguna, una de los más influyentes pensadores en el ámbito militar moderno.

Esta inusitada difusión de los preceptos de Sun Tzu despertó mi interés en evaluar si podríamos aplicar exitosamente sus conceptos estratégicos en el campo del Derecho y, puntualmente, en el escenario de la negociación moderna.
En relación al libro “El Arte de la Guerra” atribuido a Sun Tzu hay muchas cuestiones previas que anotar. Desde el punto de vista histórico, no hay acuerdo respecto de la autoria del texto, el cual se identifica a una composición de ideogramas conocida como “Trece Capítulos” y que habría sido escrito probablemente hacia el siglo 500 a.C. –no existiendo acuerdo tampoco respecto de la cronología exacta de su elaboración- y, aún más, ni siquiera se ha podido determinar si efectivamente existió alguna vez el personaje de Sun Tzu, SunZi o Sun Wu como lo llaman sus biógrafos, o se trata de una recopilación de textos elaborados por diversos autores en la antigua China durante el Período de los Estados Combatientes[3]. Lo cierto es que el texto en cuestión contiene un conjunto de recomendaciones estratégicas que apuntan a derrotar al enemigo y que involucran aspectos intelectuales, físicos, logísticos y circunstanciales.

No es materia de este artículo hacer un análisis detenido del pensamiento estratégico de Sun Tzu; sin embargo me gustaría reflexionar respecto de la conveniencia de seguir los postulados principales del estratega chino a los efectos de encarar las negociaciones en las cuales nos vemos involucrados los abogados que participamos principalmente en el ámbito corporativo.

Una primera aproximación intuitiva me sugiere que la asunción de una negociación como una guerra nos conduce inexorablemente a un resultado inestable e ineficiente. En efecto, si partimos de la premisa que toda guerra, por definición, supone la maximización de una ventaja para los vencedores a costa de los perdedores, podemos concluir que ese no es ni debería ser el eje central para encarar una negociación. Aún cuando a priori pareciera que aquellas negociaciones “blindadas” en los cuales existe una gran asimetría entre las ventajas y desventajas de cada una de las partes involucradas, puede resultar “un buen negocio” para alguna de ellas, la evidencia empírica revela que los contratos resultantes son altamente inestables en el tiempo pues no generan incentivos adecuados para su internalización y cumplimiento, transitando inexorablemente hacia el conflicto y, contrariamente a lo que se piensa, incrementa significativamente los costos de transacción, puntualmente aquellos derivados del cumplimiento de los acuerdos.

Aún así, muchos abogados en nuestro país tienen la falaz idea que el rol del abogado consiste únicamente en maximizar –cuando menos, formalmente- el beneficio de su cliente a cualquier precio, para lo cual no tienen mayores escrúpulos para atropellar a la contraparte y convertirse en una suerte de justiciero o mercenario dispuesto a “exprimir” a quien se le pone en frente, para lo cual recurren a diversas mañas y artilugios que deterioran la imagen de los abogados, satanizándose su intervención al punto de asumirse que son los llamados a contaminar y entorpecer la posibilidad de un acuerdo. Como es obvio, este perfil profesional debería ser desterrado de la práctica responsable del Derecho, al tiempo de tomar atención de otras perspectivas y medios que pueden coadyuvar a resultados provechosos que contribuyen a la estabilidad económica y el bienestar general.

En este orden de ideas, una herramienta valiosa que está a disposición de los profesionales del Derecho para entender a cabalidad la forma en que puede abordarse con criterios estratégicos y de eficiencia la interacción en el marco de la negociación moderna lo constituye la Teoría de los Juegos[4].

La Teoría de los Juegos es una disciplina que tiene su origen en las Matemáticas y la Economía, desarrollada a partir de contribuciones de Von Neumann y Morgenstern en 1948 y que en la actualidad tiene un singular protagonismo que trasciende la Economía y se extiende a otras disciplinas como la Ciencia Política, Sociología, Filosofía y, por cierto, el Derecho Empresarial y Corporativo. La Teoría de los Juegos tiene como objeto de estudio las situaciones de interdependencia en las cuales los individuos adoptamos decisiones como reacciones estratégicas a las decisiones de los demás. Este pensamiento estratégico puede perfectamente modelizarse y determinar a partir de una metodología muy precisa, situaciones en las que los “jugadores”, vale decir, aquellos quienes interactúan en una situación concreta, alcanzan el mejor resultado dada las estrategia de su contraparte. En este contexto, la estrategia es entendida como un conjunto de pasos, sucesivos o simultáneos que se orientan hacia la consecución de un fin; en otras palabras, se trata de un plan de acción completo que contempla un conjunto de acciones que un jugador tomaría en todas y cada una de las ocasiones en las que le corresponde actuar[5]. La estrategia no es ajena al campo del Derecho y, por el contrario, muchas veces advertimos que una inadecuada preparación de una estrategia legal conlleva al fracaso en la consecución de los fines propuestos, particularmente en el ámbito de los negocios.

La Teoría de los Juegos identifica una dicotomía inicial entre aquellos Juegos No Cooperativos, en los cuales los individuos actúan únicamente buscando la maximización de su propio beneficio, y los Juegos Cooperativos en los que los jugadores pueden alcanzar resultados más eficientes a partir de la colaboración, de modo tal de alcanzar una situación estable, esto es, aquella en la cual ninguna de las partes encuentre beneficioso desviarse. Contextualizando estas estructuras al ámbito de la negociación, tendremos negociaciones distributivas o también denominadas de “suma cero” en las cuales la ventaja obtenida por una de las partes es correspondiente a la pérdida de la otra; y negociaciones integrativas, en las que se obtiene un resultado maximizador del beneficio global y satisfactorio para todos los intervinientes a partir de la generación de valor. Por cierto, en la experiencia práctica no encontraremos negociaciones puramente distributivas o puramente integrativas, sino que se marcarán tendencias hacia un modelo u otro y que pueden estar influenciadas por un conjunto de variables que tienen que hacer con el tiempo para negociar, la relación entre las partes, el nivel de información y alternativas disponibles, la complejidad de la materia, entre otras consideraciones.

Dentro del contexto antes descrito, las exigencias de las relaciones comerciales dentro de un mundo globalizado y el rol principal de los abogados en la estructuración de modelos contractuales eficientes y estables en el tiempo, plantean imperativamente orientar los esfuerzos legales hacia la configuración de escenarios cooperativos que promuevan soluciones en las que las partes puedan colaborar entre sí e instrumentar a plenitud los fines y objetivos de sus iniciativas empresariales. En este extremo la Teoría de los Juegos puede ser particularmente ilustrativa para reflejar tal conveniencia a través del modelo conocido como el Dilema del prisionero.

El Dilema del Prisionero constituye el modelo teórico más famoso y conocido de la Teoría de los Juegos razón por la cual ha merecido innumerables trabajos académicos, toda vez que presenta a primera vista una situación de conflicto entre los intereses individuales de los individuos y el resultado colectivo. La idea del juego está planteada en una situación hipotética en la que dos delincuentes son capturados luego de robar un establecimiento comercial. El fiscal sabe que ambos son culpables pero requiere de la confesión de cuando menos uno de ellos para encarcelarlos por dicho delito. En ese contexto y en forma separada, se le formula un ofrecimiento a cada uno de los ladrones, consistente en que, si confiesa, obtendrá una pena benigna y todo el rigor caerá en su cómplice por la comisión del robo. Por el contrario, si no confiesa podría aplicársele una pena por evasión fiscal o posesión de armas al no haber una declaración incriminatorias del robo.

Así planteado el caso, el dilema que fluye en este contexto consiste en la decisión de colaborar o no colaborar con la justicia. Y el problema surge en el hecho que, si ambos colaborasen -en el entendimiento que ello les generaría un beneficio individual-, el resultado final podría ser exactamente todo lo contrario generándose así un efecto perverso, pues obtendrían el peor resultado colectivo. La razón para que ello ocurra estriba en el hecho que ninguno de los dos tiene incentivos para adoptar una estrategia cooperativa entre sí en la medida que teme la “traición” de la otra parte, si es que este no actúa de la misma manera.
Es fácil advertir que este modelo teórico –cuya matriz de pagos puede representarse en formas distintas- puede variar sustancialmente si nosotros incorporamos al análisis ciertas variables que permitieran mitigar la posibilidad de “traición” entre los jugadores. De la misma forma, es obvio que este resultado se desencadena frente a la imposibilidad de que los individuos puedan coordinar, esto es, intercambiar información confiable que pudieran tener en cuenta al momento de adoptar la decisión de colaborar o no con la justicia. De hecho, si existiera un nivel de confianza o de compromiso mayor entre las partes o, por ejemplo, si las partes conocieran anticipadamente las consecuencias que originaría su traición en el resultado colectivo, las consideraciones serían otras. A mayor abundamiento, si la situación se formulara como un juego repetido, las partes podrían adoptar una mejor decisión en la medida que tomarían en cuenta los movimientos pasados, afectando ello la elección de la estrategia a seguir.

En todos los casos, el elemento fundamental que subyace es la necesidad de información, bien sea a través de la disponibilidad directa de esta o, fundamentalmente, a través de la información que entre las partes pueda intercambiarse. Como es obvio, los problemas de información pueden alterar significativamente las reglas legales que gobiernan la negociación así como el enfoque que las partes puedan proponer frente a ésta, bien sea desde una perspectiva cooperativa o no cooperativa[6].

El Dilema del Prisionero inicialmente fue adoptado como un modelo teórico que permitía deducir la paradoja según la cual la decisión racional individual (entendiéndose esta como la elección puramente maximizadora y egoista) nos conducía inexorablemente al peor resultado colectivo. Sin embargo, el desarrollo moderno de la Teoría de los Juegos ha evolucionado hacia el convencimiento que la cooperación racional exige el cumplimiento de ciertas condiciones que, en el caso del Dilema del Prisionero se encuentran ausentes[7]. Según Axelrod[8], estas serían:

- Que los jugadores no tienen mecanismos para consumar sus amenazas u obligar a los demás a cumplir los acuerdos.
- Que no es seguro estar de acuerdo del comportamiento del otro jugador.
- Que no hay forma de huir de la interacción con el otro jugador, ni tampoco de eliminarlo
- Que no se pueden cambiar los “pagos” del otro jugador.

Debemos llamar la atención en cuanto a que la Teoría de los Juegos no supone necesariamente que los individuos son egoístas. Lo que sí nos permite evidenciar el uso instrumental de la Teoría de los Juegos es que ya sean egoístas o altruistas, la interacción de los jugadores puede ocasionar dilemas cuya solución es compleja si no se llega a algún tipo de acuerdo. En otras palabras, el acuerdo es la vía a través de la cual las partes operativamente advierten la mejor solución -independientemente de las preferencias individuales- y, aún cuando la Teoría de los Juegos es una disciplina formal, en muchos casos la solución que propone genera una coincidencia entre la solución racional y la solución moral, entendida esta última como la solución más “justa” en términos redistributivos.

Todo lo anterior tiene directa implicancia con los procesos de negociación que tienen que hacer en el ámbito del Derecho. La negociación moderna no se explica en términos de eficiencia sin un esfuerzo estratégico que genere las condiciones idoneas para el suministro de información adecuada y/o para la generación de condiciones de confianza y de compromiso que permitan un trabajo más creativo por parte de los abogados. La información nos va a permitir principalmente develar los intereses de las partes y el valor que cada una de ellas le asigna a los distintos aspectos puestos en la mesa de negociación y no será sino a través de la identificación de las diferencias en cuanto al valor asignado que las partes atribuyan a éstos, que podrán formalizarse las relaciones de intercambio que permitan que las tareas recaigan en quienes pueden atenderlas a un costo menor y los bienes en quienes le asignan un mayor valor. En suma, este intercambio nos lleva a una asignación que maximiza el excedente total, coadyuvando a la eficiencia y a la creación de valor.

La información constituye entonces un tópico determinante para el comportamiento estratégico, y la Teoría de los Juegos ha abundado respecto de este tema. Desde una concepción inicial en la cual encontramos trabajos relativos a juegos con Información Perfecta, esta disciplina ha concentrado su estudio hacia las situaciones estratégicas con Información Incompleta, vale decir, aquellas en las que alguno de los jugadores desconoce la función de pagos de su contraparte[9]. Los trabajos de John Harsanyi –Premio Nobel de Economía 1994- sobre el particular, han permitido modelizar dichas estructuras en la cual se combina diversas situaciones acerca de la información que disponen los jugadores, asociada a una probabilidad determinada. De la misma forma, George Akerlof a través de su famoso trabajo “The Markets for Lemon: Quality Uncertainty and the Market Mechanism" ya había acentuado en 1970 los problemas de asimetría de información y su efecto en el mercado, conocido como selección adversa, y que en el ámbito de la negociación se traduce en un “oportunismo precontractual”, ya que el agente tiende a mentir y/o a no revelar toda la información que tiene disponible. Esto conlleva a que el agente que elabora el contrato tome en cuenta esta posibilidad previamente, restringiendo las condiciones del contrato o invirtiendo tiempo (con su correspondiente costo de oportunidad) en intentar observar las acciones de la contraparte. Como es objetivamente comprobable, todo ello deviene en asignaciones que no son Pareto-eficientes, al tiempo de incrementar los costos de transacción. En suma, la Teoría de los Juegos también nos ofrece importantes instrumentos para representar y estudiar los problemas de incentivos inherentes a situaciones con información asimétrica que cobra particular interés en el ámbito jurídico moderno, puntualmente en aspectos relevantes de la contratación masiva y la las normas de protección al consumidor.

Las reflexiones antes desarrolladas son nítidamente contradictorias con las tesis de Sun Tzu. Aún cuando el postulado principal del estratega chino puede resumirse en que “el arte supremo de la guerra consiste en dominar al enemigo sin combate” –lo que pudiera sugerir cierto nivel de eficiencia en reducir los costos derivados de hacer prevalecer una determinada posición-, los medios a través de los cuales se instrumenta este objetivo, a la luz del pensamiento de Sun Tzu, resultan manifiestamente impropios en el contexto y la coyuntura que la realidad globalizada de los negocios exige en los tiempos actuales. Como bien describe Samuel Griffith[10] las doctrinas estratégicas y tácticas expuestas en “El Arte de la Guerra” se basan en el engaño, la traición, la creación de falsas apariencias, la infiltración, acciones que desconciertan y enredan al enemigo, al acercamiento indirecto, la adaptabilidad fácil e interesada a la situación del enemigo, el interés permanente de debilitarlo y escindirlo y la veloz concertación en los puntos de debilidad, todo ello para finalmente derrotarlo y someterlo.

No podemos desdeñar sin embargo algunas cuestiones puntuales del pensamiento de Sun Tzu que, sin duda, son perfectamente aplicables al ámbito de la negociación moderna. En efecto, la planificación y el desarrollo previo de una estrategia constituyen presupuestos que, en los tiempos actuales, mantienen un valor protagónico. De la misma forma como Sun Tzu consideraba que una guerra nunca podía emprenderse en forma irreflexiva o torpe, sino que debía estar precedida de una estrategia destinada a alcanzar los fines propuestos, modernamente la necesidad de privilegiar la etapa de la prenegociación surge como una exigencia para alcanzar un resultado eficiente. Pinkas Flint[11] establece tres niveles de planificación, a saber:

- Planificación estratégica; orientada a alcanzar las metas de largo plazo (Business Plan).
- Planificación Táctica; aplicaciones de corto alcance y técnicas para alcanzar los objetivos de largo plazo previstos en la Planificación Estratégica.
- Planificación Administrativa; que involucra aspectos relativos a la coordinación de recursos humanos y financieros, asignación de funciones, aspectos logísticos y operativos, fuentes de información, etc.

Un segundo aspecto relevante del pensamiento de Sun Tzu tiene que hacer con la importancia de obtener clara información respecto de la contraparte para contribuir a una rápida acción. Como hemos visto, la información tiene que hacer no solamente con aspectos cuantitativos sino, fundamentalmente con la calidad de la información disponible que comprende sobretodo la estructura de intereses y valores de las partes a partir de lo cual se formularán las relaciones de intercambio que apuntan hacia una maximización del resultado colectivo. No es sino a partir de la identificación de intereses que, podremos definir prelaciones para el intercambio o, como bien expresan Lax y Sebenius, entender las secuencias y las preferencias del proceso básico[12].

En suma, las ideas de Sun Tzu no son del todo eficientes para ser aplicadas “mutatis mutandis” al ámbito del Derecho y, por ende, no deberían ser asumidas como una receta infalible para intervenir exitosamente en un proceso negociador. Por el contrario, considero impostergable incorporar en el desarrollo estratégico –cada día más determinante en la actividad legal- el concurso de herramientas valiosas como la Teoría de los Juegos, que nos procurará una dimensión novedosa que nos ofrece datos relevantes en cuanto a la predictibilidad de las conductas de los agentes que interactúan en un proceso negociador y, fundamentalmente, articulándose adecuadamente con la dimensión económica de los fenómenos jurídicos a partir del AED. El desafío está propuesto.



[1] A los efectos del presente artículo nos hemos basado en el texto Sun Tzu: The Art of War traducido y publicado originalmente en 1963 por Oxford University Press Inc. y editado en español por Panamericana Editorial Ltda.
[2] Así tenemos “El Arte de la Guerra para Ejecutivos” (Donald Krause) “Sun Tzu: Estrategias de Marketing” (Mc Graw-Hill) “El Arte de la Guerra para la Mujer en el Trabajo. De las Zapatillas de Cristal a las Botas de Combate (Chin-Ning Chu) “El Arte de la Guerra para Ejecutivos y Directivos” (Jack Lawson) “El Arte de la Guerra para Directivos, Directores Y Dirigentes” (Guillem Bou Bauza), “El Arte de la Guerra para nuevos Líderes. Una visión creativa Y moderna” (Enrique Mariscal) “Sun Tzu: Estrategias para Vendedores” (Gerald Michaelson) El Arte de la Guerra para Mujeres: Milenarias armas de Mujer para hacer que el Enemigo se rinda a tus pies (Adriana Ortemberg) “Sun Tzu: el arte de la guerra para directivos” (Gerald Michaelson), entre otros.
[3] Ver GRIFFITH Samuel “Sun Tzu- El Arte de la Guerra” traducido por Jaime Barrera Parra a partir de la traducción del autor. Bogotá. Panamericana Editorial Ltda. 1999 p. 23.
[4] Es llamativo que, pese al auge que ha cobrado en los últimos años la Teoría de los Juegos en el ámbito regulatorio, de los negocios y de diseño de políticas públicas, existen muy poca bibliografía aplicada al Derecho y aún más, su difusión y enseñanza aún no se extiende en las facultades de Derecho de nuestro país, siendo el caso que sólo una de ellas la incorpora regularmente como curso dentro de su Plan de Estudios.
[5] AGUADO FRANCO Juan Carlos “Teoría de la Decisión y de los Juegos” Madrid: Delta Publicaciones 2007 p. 52
[6] Es particularmente valioso el análisis practico contenido en BAIRD Douglas & Robert GERTNER “Game Theory and The Law”. Cambridge. Harvard University Press 1998 p. 244-267.
[7] Ver BINMORE, Ken “La teoría de los Juegos. Una breve introducción” Madrid: Alianza editorial 2007. p. 36.
[8] AXELROD, Robert “La evolución de la Cooperación” citado por AGUADO FRANCO, Juan Carlos. Op. Cit. P.78-79.
[9] AGUIAR, Fernando, Julia BARRAGAN y Nelson LARA “Economía, sociedad y Teoría de los Juegos” . Madrid. Mc Graw Hill. 2008. p. 10.
[10] GRIFFITH, Samuel. Op cit p.33
[11] FLINT Pinkas “Negociación Integral - Herramienta eficaz para la Resolución de Conflictos y la Creación de Valor” Lima: Editora Jurídica Grijley. 2003. p.132-133.
[12] Este tema está ampliamente desarrollado en LAX, David y James K. SEBENIUS “”3D Negotiation”. Boston: Harvard Business School Press. 2006 p. 141-172.

jueves, 13 de agosto de 2009



Legislando para la tribuna. Comentarios al proyecto de ley que dispone brindar el servicio de seguridad a los proveedores del servicio particular de estacionamiento de vehículos

La labor legislativa está orientada a la búsqueda del bienestar común, el desarrollo y el progreso, pero sobretodo a la satisfacción de las necesidades de una colectividad, en el marco de un proceso democrático. Sin embargo, como señala Cass Sunstein[1], “en demasiadas oportunidades, los gobiernos lanzan estocadas en la oscuridad. A menudo dedican recursos y esfuerzos a problemas pequeños y no a los grandes. A veces reaccionan frente a protestas públicas de relativa trascendencia social. En ocasiones no se percatan de los efectos colaterales perjudiciales o involuntarios de lo que hacen. A veces, empeoran la situación y, al intervenir, imponen altos costos que a su vez crean otros efectos indeseados que generan impactos directos en la población. En lugar de investigar los hechos, tienden a reaccionar sobre la base de la intuición o en respuesta a contextos circunstanciales”.
Todo lo anterior, se expresa también en el proceso de formación de las leyes, siendo así que el Congreso no escapa de dicho diagnóstico, sobretodo en nuestro país.
En los últimos meses se ha reportado y publicitado la recurrencia de robos de vehículos en playas de estacionamiento privadas y zonas de parqueo en centros comerciales. Para “solucionar el problema” la congresista Lourdes Alcorta ha presentado una iniciativa parlamentaria contenida en el Proyecto de Ley N° 1612-2007-CR que dice en su artículo 1°:

Artículo 1°: Objeto de la Ley
Todo proveedor que brinde el servicio privado de estacionamiento vehicular y cochera se encuentra obligado a velar por la seguridad de los vehículos bajo su custodia.
En caso que se produzca robo o hurto del vehículo, sea este parcial o total, el proveedor del servicio será responsable por el daño causado.

Como se advierte, el proyecto de ley plantea imponer una regla de responsabilidad objetiva frente a los propietarios de playas de estacionamiento, de modo tal que deban resarcir a los clientes cuyos autos fueron objeto de un hurto o robo en sus instalaciones. La iniciativa del grupo parlamentario de Unidad Nacional puede parecer, a primera vista, una solución a los robos recurrentes en playas de estacionamiento (más puntualmente en zonas de parqueo de centros comerciales) y, como siempre suele ocurrir en el Perú, se opta por la solución más inmediata, vale decir, forzar a que el Estado intervenga con una ley para “castigar y poner mano dura” ante una situación que genera un malestar social, como si esa fuera la única forma de alterar la estructura de incentivos de los individuos para comportarse de una u otra forma. Por cierto, este tipo de iniciativas siempre es bien recibido y aplaudido desde la tribuna y, en lo personal, me resulta particularmente llamativo que reporteros y narradores de noticias opinen y exijan la intervención del Estado, azuzando en forma irresponsable a la opinión pública.
No cabe discusión alguna en cuanto a que este tipo de delincuencia genera malestar en la sociedad e incrementa el nivel de inseguridad que la ciudadanía percibe. Sin embargo la pregunta que debemos responder es si es que la cosa cambiará si el Estado interviene a través de una Ley para imponer obligatoriamente una regla de responsabilidad o, aún más, si ello no va a generar efectos perversos o no deseados. Todo esto tiene mucho que hacer con las ideas centrales del Análisis Económico del Derecho esbozadas por el Premio Nobel de Economía 1991, Ronald Coase.
Coase escribió en 1960 su famoso artículo “The Problem of de Social Cost”[2] y tuvo como eje de sus reflexiones económicas el concepto de “costo de transacción” para definir todos aquellos costos derivados de “alcanzar un acuerdo”, a partir de lo cual surgen las dos formulaciones de lo que se conoce como el Teorema del Coase. Según la primera formulación de este teorema, cuando no existen costos de transacción, la regla legal (bien sea una “regla de responsabilidad” o una regla de propiedad” a favor de cualquiera de las partes) será indiferente, pues las partes siempre podrán llegar a una solución eficiente. Sin embargo, dicho escenario no es más que un modelo teórico, pues en la realidad siempre existirán costos de transacción. Entonces viene a colación la segunda formulación del Teorema de Coase según la cual si los costos son superiores a cero, entonces sí importará la regla legal.
El Teorema de Coase y el concepto de costos de transacción es un parámetro que debería ser tomado en cuenta para justificar la intervención del Derecho en aquellos casos en los cuales puede coadyuvar a reducirlos. Del mismo modo, el Estado debería abstenerse de regular a través del Derecho en situaciones que, lo que generará será el incremento de los referidos costos de transacción. Un buen ejemplo de ello tiene que hacer con el tema que nos ocupa en este análisis.
Como desarrollaremos a continuación y, en adición a las profundas deficiencias conceptuales del proyecto de ley como de su precaria exposición de motivos, somos de la opinión que la decisión que próximamente se someterá a la votación del Pleno del Congreso es abiertamente ineficiente y lejos de mitigar o resolver el problema al que apunta, incrementará significativamente los costos de transacción y generará efectos aún más negativos para la sociedad.
El artículo 75° del Reglamento del Congreso de la República dispone que todo proyecto de Ley deba contener obligatoriamente un análisis costo-beneficio. Sin embargo, nuestros parlamentarios aún no entienden eso y, como la norma está dada, la forma más fácil de “sacarle la vuelta” a dicha exigencia reglamentaria es incorporando sistemáticamente una infeliz sentencia según la cual “(…) los beneficios son muchos y los costos son pocos”. Con ello, se desdeña el valor del análisis costo-beneficio como una herramienta pragmática diseñada para promover una mejor apreciación de los efectos de la normatividad, procurando descripciones cualitativas y cuantitativas de los diversos efectos de las leyes. Nos negamos a ver si el problema en cuestión es pequeño o grande; a investigar el costo de reducir el problema y explicar quién cargará con ese costo, entendiendo como tal mucho más que la mera “monetarización” de la valoración de una decisión normativa. En suma, obviamos que el análisis costo-beneficio debería constituirse en la instancia correctiva para las limitaciones cognitivas y un medio de respuesta a necesidades democráticas.
En una ciudad como Lima, mucha gente utiliza los servicios de una playa de estacionamiento porque busca seguridad, pero en otros casos, únicamente recurre a éstas porque necesita un espacio para parquear su vehículo, de la misma forma que otras personas optan por estacionar sus vehículos en las calles, generando con ello una externalidad. El curso de acción que adopten los individuos estará en función del costo de oportunidad para cada uno de ellos, esto es, del valor del sacrificio de dejar de lado las otras alternativas disponibles[3]. No obstante, independientemente del costo de oportunidad que ello representa para los distintos usuarios, tal circunstancia obedece también, entre otras consideraciones, al crecimiento urbano impropio e inorgánico de una ciudad que -por razones de distinta índole que no es el caso analizar en este artículo- perdió de vista la necesidad de considerar y promover la habilitación de zonas de de parqueo vehicular. En suma, el parqueo vehicular involucra múltiples modalidades y características que usualmente se identifican con el contrato de estacionamiento de vehículos.
El contrato de estacionamiento o aparcamiento de vehículos es una figura típica en algunos ordenamientos legales. En muchos casos la norma se justifica en el hecho de discriminar con claridad lo que corresponde al tratamiento de los estacionamientos públicos y privados[4], fijándose con detalle el contenido de las obligaciones a cargo de las partes. De la misma forma, la doctrina establece la diferencia entre el contrato de “garaje” y el contrato de “estacionamiento o aparcamiento”, según existiera o no los deberes de vigilancia. Así, a través de la celebración de un “contrato de garaje” el propietario del establecimiento o “parking” se obliga a la guarda de un vehículo, con o sin fijación de plaza y asumiendo un deber de vigilancia y custodia; mientras que en el “contrato de aparcamiento”, únicamente se cede el uso de un espacio donde no existe obligación de guardia o custodia. Lo cierto es que, como señala Arias Schreiber[5], la relación generada por el estacionamiento de vehículos si bien se nutre de ciertos elementos de otros contratos, tiene también diversos caracteres propios que le dan un contenido y fisonomía particular y que sirven para que el contrato cumpla una función social específica. Ello podría llevar a muchos a justificar su tipificación[6]e incorporación como figura autónoma en el Código Civil en la medida que el tipo legal cumpla una función facilitadora, delimitativa y programática conforme lo refiere Lorenzetti[7].
Sin embargo, coincidimos con Pizarro Aranguren cuando concluye que “no es esencial que incorporemos en el Código Civil todos los contratos frecuentemente utilizados, pues lo relevante es que definamos los incentivos y funciones básicas de la contratación y luego la dejemos a la libre autonomía de la voluntad de las partes, para que sean éstas quienes regulen los contratos que necesiten con los límites y características que la regulación conceptual y general debe tener[8] De la misma forma y, como es objetivamente comprobable, no es posible “mudar” la legislación de un país para aplicarla a otra realidad social como la de nuestro país, tal y cual se pretendió hacer a través de un proyecto de ley anterior sobre la misma materia[9].
Tenemos entonces un proyecto de ley que, en un país donde el contrato de garaje o aparcamiento no está regulado como figura típica, plantea una regla de responsabilidad a todos los propietarios de playas de estacionamiento por los robos que ocurran en sus instalaciones.
La regla de responsabilidad propuesta en forma por demás simple podría parecer, a primera vista, una solución rápida al problema. Sin embargo ello no es así. Las observaciones de Bullard sobre una regla simple de responsabilidad objetiva[10] son absolutamente ciertas y pertinentes en el caso que nos ocupa: En teoría, permite que se den más indemnizaciones -pues basta demostrar que el daño se produjo- pero genera otro tipo de problemas derivados de incentivos perversos que, en este caso se traducirían en la falta de precaución por parte de los propietarios de vehículos en el cuidado de sus efectos personales, pues siempre les van a pagar. En otras palabras, si siempre le van a pagar, entonces para qué tomar precauciones que tienen un costo y que no van a generar un beneficio porque el daño va a estar cubierto[11].
Una observación interesante tiene que hacer con aquellos costos que normalmente no son tomados en cuenta, uno de los cuales es el tiempo. Como bien refiere Ferner[12], el tiempo es irreversible, limitado e irrecuperable, lo que lo convierte en un recurso escaso y, correlativamente, valioso. Si, por el mérito del proyecto de ley de marras, las playas de estacionamiento serán responsables de todo cuando “reciban” en sus recintos, es lógico que incrementarán el celo para determinar ex ante que es lo que “reciben”, elemental diligencia que debería observar cualquier individuo que conserva transitoriamente un bien con el deber de devolverlo en iguales condiciones en las que lo recibió. Y dicha verificación exige tiempo, tan igual como cuando dejamos nuestro automóvil en un taller de servicio técnico y en el cual se hace un prolijo inventario del estado del vehículo y de todo cuanto trae consigo, incluyendo hasta el combustible. De lo contrario, corremos el riesgo a que un usuario reclame que le “robaron” las joyas de la Corona que llevaba en su guantera, debiendo ser indemnizado por tal hecho. En suma, el acceso a una playa de estacionamiento supondrá una significativa inversión de tiempo, a tener en cuenta no solamente por el propietario del negocio –que deberá multiplicar las vías de ingreso y el personal asignado al registro de vehículos con el mayor costo que ello supone- así como para el usuario que deberá considerar dentro de su jornada diaria el tiempo invertido en la “admisión” de su vehículo a un recinto de estacionamiento.
Otro defecto conceptual al establecer una regla ciega de responsabilidad para los propietarios de playas de estacionamiento viene dado por la falaz asunción que los bienes respecto de los cuales se presta la custodia y la obligación de indemnizar ante la ocurrencia de un robo, son de naturaleza homogénea, vale decir que tienen idénticas características. Y como es obvio, no es lo mismo asumir la custodia de un Porsche del 2009 que un escarabajo del año 80, como tampoco es lo mismo recibir un Tico o una de nuestras conocidas combis. Ciertamente que el propietario de una playa de estacionamiento que recibe un auto nuevo o de una marca particularmente cara, asume un mayor riesgo potencial, que al recibir un carro viejo o en mal estado, con lo cual se genera una discrepancia real que debería replicarse en el precio por cobrar al asumir la responsabilidad de custodiar un vehículo, toda vez que, de lo contrario, se generaría una suerte de “subsidio cruzado” entre aquellos que tienen un vehículo de menor valor pero que pagan una tarifa superior al riesgo asociado al valor de la pérdida para el propietario, respecto de aquellos que cuentan con un vehículo de mayor valor, pero pagan una tarifa menor en proporción al riesgo asociado a la potencial pérdida.
La situación antes descrita, en el contexto al que hacemos referencia es abiertamente ineficiente e inequitativa: Y la forma como teóricamente debería resolverse ello es a través de una estructura de precios diferenciados que, por cierto, es poco práctica y disfuncional generando mayores costos de transacción, dada la subjetividad de los criterios que podrían emplearse para la fijación de precios, a saber, marca, año de fabricación, estado de conservación, equipamiento, todas estas variables, o solo algunas de ellas. Este escenario tan complejo no se presenta cuando consideramos que a lo que se obliga el propietario de una playa de estacionamiento es simplemente a proveer un lugar para estacionar, donde nos encontramos ante la posibilidad de fijar un precio único que viene dado por el área del espacio habilitado para parquear y que suele ser siempre el mismo, con lo cual se ofrece un producto homogéneo. En consecuencia, si quiero estacionar un camión o una Hummer que desbordan las dimensiones regulares de un puesto de estacionamiento, deberé pagar más.
Ante una regla de responsabilidad como la que se propone, es probable que las playas de estacionamiento contratarán pólizas colectivas de seguros para atender los eventuales riesgos derivados de la custodia. Y el costo de dichas pólizas, como es lo común en este mercado, estará en función de la tasa de siniestralidad del cliente que como sabemos es, en términos muy simples, el indicador de recurrencia en el uso del seguro. Dicho esto, el propietario de la playa de estacionamiento tiene incentivos para reducir su siniestralidad, en la medida que ello se reflejará en el costo del seguro a pagar. Y la mejor forma de reducir la siniestralidad es que roben menos en su playa, bien sea redoblando la seguridad o permitiendo el acceso sólo a aquellos autos que sean menos “robables”, esto es, porque cuentan con sus propias medidas de seguridad adicionales” o porque no llaman la atención para el mercado negro de autopartes o para su exportación ilegal por las fronteras del país. Todo ello genera necesariamente un mayor costo y una absurda discriminación que puede llegar a niveles delirantes de ineficiencia, al punto de que muchas playas de estacionamiento opten por no recibir autos de determinada marca, o aquellos destinados al servicio público o actividad puntual (pick ups) o de determinada antigüedad, entre otras antojadizas razones.
Todas las referencias dadas precedentemente, en tanto que constituyen sobrecostos agregados al servicio que prestan las playas de estacionamiento, deberá trasladarse a la estructura de precios, con lo cual la contraprestación que un usuario deberá abonar por el acceso a una playa de estacionamiento será sustancialmente más alto, al punto de desalentarlo en muchos casos a contratar con el establecimiento y preferir estacionar su vehículo en la vía pública, generando con ello una mayor congestión en el tránsito y manteniendo inalterable o, inclusive, incrementando potencialmente el nivel de robos, en la medida que se le facilitaron las cosas al ladrón. Me pregunto si al momento de elaborar el proyecto de ley se habrá evaluado los efectos de dicha norma respecto del problema del parqueo vehicular en la ciudad.
Desde el punto de vista del propietario, es posible anticipar fácilmente el efecto de la norma: Un incremento significativo de los costos y, correlativamente una disminución de la demanda del servicio[13]. La consecuencia evidente se traduce en una reducción en la rentabilidad del negocio, lo cual precipitará implementar otras opciones más atractivas económicamente y menos riesgosas, como por ejemplo, instalar una campo de grass artificial para la práctica del Futsal, hasta que haya un legislador al que se le ocurra dictar una ley que obligue a los propietarios de dichos establecimientos a indemnizar a las víctimas de accidentes de futbol originados en dichos campos y que ya son objeto de muchas críticas. En suma, menos playas de estacionamientos y mas vehículos estacionados en las calles, con las consecuencias que ello supone.
En nuestro país, el Instituto de Defensa de la Competencia y de la Propiedad Intelectual (INDECOPI) se ha pronunciado sobre el particular. Así, INDECOPI entiende que, un consumidor razonable -esto es, aquel que antes de tomar decisiones de consumo, adopta precauciones comúnmente razonables y se informa adecuadamente acerca de los bienes o servicios que les ofrecen los proveedores- que contrata un servicio de estacionamiento oneroso de vehículos donde, por ejemplo, se informa que el servicio brindado incluye la vigilancia de los vehículos a través de cámaras de video y rondas de vigilancia, espera que el mismo sea seguro, razón por la cual el establecimiento debería responder por las pérdidas ocasionadas en los vehículos[14]. De la misma forma, INDECOPI ha establecido que un consumidor razonable espera, cuando el proveedor le ofrece un espacio de estacionamiento gratuito como parte del servicio principal, que el estacionamiento sea seguro, pues de no ser así, podría optar por contratar con otra empresa que no cuenta con estacionamiento y podría ofrecerle un menor costo. Sin embargo, se ha establecido claramente que el proveedor se exime de esta responsabilidad, si informa claramente a los consumidores que no presta el servicio de vigilancia en su estacionamiento[15]. En este orden de ideas, los criterios adoptados por INDECOPI marcan claramente un deber de información y exigencias razonables en cuanto a la idoneidad del servicio cuando en este subyace la prestación del servicio de guardianía o seguridad; sin embargo, no consagran un criterio general de responsabilidad del propietario del establecimiento de estacionamiento vehicular en todos y para todos los casos, como falazmente ha colegido la autora del proyecto de ley.
Dicho todo esto, me pregunto si, desde el mercado –esto es, sin la intervención del Estado a través de una regla legal-, podemos ofrecer una solución más eficiente frente al proyecto de ley bajo análisis. ¿Qué ocurriría si el propietario de una playa de estacionamiento sale al mercado indicando lo siguiente: “En esta playa te cobramos un poco más, pero tu auto sí está seguro o de lo contrario yo asumo el riesgo” Probablemente habrá quien considerará que el precio es alto, pero bien vale la pena pagarlo por la tranquilidad de saber que encontrara su auto en perfectas condiciones. Frente a esta oferta, podría salir otro propietario y ofrecer lo siguiente: “En esta playa te ofrecemos lo mismo que nuestro vecino competidor, pero te cobramos S/. 1.00 menos por hora”. Evidentemente, no he descubierto nada: Esto se llama competencia y es la herramienta valiosa para que, a través de la interacción, se otorgue el derecho y la posibilidad material a los agentes económicos de poder elegir de acuerdo con sus intereses y preferencias individuales, al tiempo de ajustar el precio en forma espontánea a los niveles reales de la oferta y demanda. Todo esto se garantiza, teniendo la posibilidad de elegir, esto es, a través de la libertad.
De la misma forma, me pregunto si acaso el problema de la falta de seguridad y robos en las playas de estacionamiento y, puntualmente, en las zonas de parqueo de los centros comerciales, podría tener solución sin la necesidad de una ley, y la respuesta no solamente es afirmativa sino que, empíricamente, ya podemos ver evidencias de ello. Recientemente leo en los diarios que una asociación de centros comerciales ha decidido resarcir los daños por robos ocurridos en sus playas de estacionamiento al tiempo de redoblar las medidas de seguridad que ofrecen. La idea es muy simple: si un cliente advierte que ir a un centro comercial y parquear su vehículo en dichas instalaciones es inseguro y con ello asumir un mayor costo, pues no volverá a ir y preferirá otro establecimiento más seguro. Todo esto tiene un fuerte impacto en el nivel de ventas de los establecimientos comerciales y, por ende, éstos tienen incentivos naturales para internalizar el mayor costo de vigilancia e inclusive atender el resarcimiento de robos que se produzcan a sus instalaciones y que, naturalmente, obedezcan a defectos de seguridad del establecimiento. Entonces avanzamos hacia el equilibrio que debería existir entre la seguridad que razonablemente los conductores deben adoptar para cuidar sus vehículos y la seguridad que los centros comerciales están dispuestos a ofrecer a sus clientes.
Concluyo afirmando que el problema del robo de automóviles no es un tema de playas de estacionamiento; es un tema de inseguridad profundamente arraigado en la sociedad, donde existe un mercado negro de autopartes que cuenta con la grotesca anuencia de las autoridades policiales y judiciales y el uso regular de piezas usadas obtenidas ilegalmente y sin ningún control por talleres de servicios, originando una demanda creciente acorde con el incremento cuantitativo de nuestro parque automotor. Mientras no se implemente medidas eficaces frente a dicho mercado, los robos de autos continuarán, sino en las playas de estacionamiento, será en las calles, en las universidades, en los edificios, en las viviendas, etc. Y, para ese entonces, probablemente tendremos otra iniciativa parlamentaria tan pomposa y mediaticamente aplaudida, como torpe e ineficiente para resolver el problema.

[1] Sunstein, Cass R.: “Risk and Reason: Safety, Law, and the Environment”. Cambridge: Cambridge University Press. 2004. ISBN 9780521016254
[2] Coase, Ronald. “The Problem of the Social Cost” En Journal of Law and Economics Vol.3, 1960
[3] Así, el propietario de un vehículo nuevo o de una marca que es más demandada en el mercado, probablemente preferirá guardar su vehículo en una cochera, antes que dejarlo en la vía pública, arriesgándose al robo o a una papeleta por infracción.
[4] Así por ejemplo, Ley 40/2002, de 14 de noviembre, reguladora del contrato de aparcamiento de vehículos en España que tipifica completamente la figura contractual.
[5] ARIAS SCHREIBER, Max y otros “Los contratos modernos”, WG Editores. Lima. 1994. p. 453
[6] Es interesante observar que Arias Schreiber identifica hasta diez modalidades de estacionamiento de vehículos, a saber, en vivienda privada, en vivienda de propiedad colectiva, en vivienda sujeta a propiedad horizontal, en locales privados de comercio o servicio, en locales privados de comercio o servicio abiertos al público masivo, en locales de servicio automotor en general, en hoteles, hostales albergues casas de pensión y similares, en locales conducidos por el Estado o por entidades públicas, en la vía pública y en playas y locales similares.
[7] LORENZETTI, Ricardo Luis “ Tratado de los Contratos” Tomo I, Buenos Aires, Rubinzal Culzoni Editores, 2004, p. 22-23
[8] PIZARRO ARANGUREN, Luis “El Código Civil Peruano y la Contratación Actual” en “Por qué hay que cambiar el Código Civil”, Lima, Fondo Editorial UPC, 2001, p. 69
[9] [9] La congresista Cenaida Uribe, respaldada por su grupo parlamentario presentó también un proyecto de Ley bajo el N° 2258-2007-CR que regula integralmente el servicio de playas de estacionamiento
[10] BULLARD, Alfredo. “Responsabilidad Civil y Subdesarrollo” en Derecho y Economia. Lima, Palestra Editores 2006, p. 731.
[11] Ibidem, loc.sit.
[12] Ferner, Jack D. “Successful Time Management: A Self-Teaching Guide”. New York: John Wiley & Sons, 1980. p.12. ISBN 9780471039112
[13] En una ciudad donde la gente “cuadra” sus autos donde quiere, con serios problemas de competencia administrativa respecto de la autoridad llamada a normar y sancionar este tipo de infracciones y, aún más, ante las relativas o nulas posibilidades que “aparezca la grúa”, nos encontramos ante una demanda elástica. No obstante esta observación deberá ser verificada empíricamente en atención a otras variables como sector socio económico, nivel cultural, distrito, entre otros.
[14] Resolución Final Nº 1411-2006/CPC de fecha 2 de agosto de 2006 en el Expediente Nº 605-2006/CPC, seguido por Cesar Antonio Morales Ruíz contra Larcomar S.A. y Central Parking System Perú S.A.
[15] Resolución Nº 0269-2004/TDC de fecha 2 de julio de 2004 en el Expediente Nº 267-2003-CPC seguido por José Alfredo De Los Santos La Serna contra Operaciones Arcos Dorados del Perú S.A.
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