sábado, 9 de abril de 2011





La eficiencia como valor del Contrato




Hace algunas semanas participé en un evento académico sobre Derecho de Contratos, donde un connotado civilista afirmó que la eficiencia no era un valor del contrato y que, en todo caso, debería privilegiarse otras consideraciones en relación a su naturaleza. Dicho comentario fue como respuesta a una referencia que hice respecto a la importancia de considerar la eficiencia en los contratos como un eje determinante en la construcción del acuerdo y, principalmente, para cumplir con dos finalidades, a saber, apuntar hacia el incremento del bienestar general y, correlativamente, generar incentivos para el cumplimiento entre las partes involucradas, lo cual solo es posible si  las partes han negociado e internalizado adecuadamente el contrato logrando a través de ello “legitimar” su cumplimiento y robustecer su obligatoriedad.  

No pretendo ni por asomo desarrollar  la dimensión económica del Derecho de Contratos en este brevísimo trabajo,[1] sino simplemente deslizar algunas ideas elementales de la perspectiva del análisis económico del contrato que nos permita evidenciar la trascendencia de la eficiencia en la finalidad y estructura misma de los contratos, todo lo cual va a tener una incidencia directa en su cumplimiento por las partes.

El contrato es un medio a través del cual se promueve y se instrumenta la cooperación, lo cual nos lleva a incrementar el bienestar de las partes involucradas.  Como singularmente condensan Salvador Coderch y Gomez Pomar refiriéndose a la perspectiva de Shavell[2], los seres humanos contratan para mejorar su situación de partida, en especial cuando factores temporales o relaciones de alguna duración son  relevantes. Por medio de los contratos, los individuos y las empresas obtienen bienes y servicios que valoran más que su precio; reajustan situaciones de riesgo que les afectan; cruzan apuestas sobre el futuro valor de activos; alteran el curso temporal de pautas de consumo o de inversión; expresan su altruismo al incrementar la situación de bienestar de otros. En todos los casos, sin  excepción, persiguen –otra cosa es que a posteriori lo consigan- incrementar su situación inicial de bienestar.

Por cierto que existen otras motivaciones económicas que explican el contrato: Desde las épocas de Adam Smith sabemos que la división en el trabajo justificaba la existencia de los contratos para efectuar el intercambio de los bienes y servicios para la atención de las necesidades. Y  más modernamente está consolidada la idea según la cual los contratos constituyen el medio a través del cual se hace posible que  los bienes lleguen a manos de quienes le atribuyen usos más valiosos, con lo cual se alcanza el mismo resultado pareto-eficiente en términos de bienestar. No obstante, quisiera detenerme en esta ocasión a la cooperación como fundamento esencial del contrato y al rol que le ocupa al Derecho de Contratos en este contexto.

Hablar de cooperación en términos económicos no es fácil y mucho menos lo es en términos jurídicos. Hablar de cooperación en Derecho, en tanto no es susceptible de abordarlo positivamente o delimitarlo objetivamente, optamos por desdeñarlo como un valor que, sin embargo y desde mi perspectiva particular, es el eje que sustenta la obligatoriedad y la naturaleza misma de los contratos. Por cierto que, desde la Teoría de los Juegos podemos marcar un importante parámetro para discernir entre los juegos no cooperativos o de “suma cero” donde  las partes se mueven motivadas por la maximización de su utilidad individual a costa de la pérdida del otro,  y los juegos cooperativos en los cuales  dos o más jugadores no compiten, sino más bien se esfuerzan por maximizar la utilidad colectiva y, correlativamente, conseguir el mismo objetivo, cual es el de la generación de valor. En este último caso, vemos que las partes a través de la solución cooperativa, alcanzan una solución paretianamente eficiente e internamente tienen incentivos para cumplir con el acuerdo alcanzado, lo cual se expresa en la estabilidad del contrato. Así las cosas y, como refieren Cooter y Ulen, el contrato se erige como el vehículo que nos permite transitar de un modelo no cooperativo hacia un modelo cooperativo.

La cooperación es un concepto que está íntimamente ligado a la confianza, lo cual plantea una serie de reflexiones de fondo: El diccionario establece que “confiar” significa, en el orden individual, guardar la esperanza de que se conseguirá lo que se desea, y en el orden de las relaciones humanas,  depositar en otro o en otros, la buena fe de que actuarán como uno lo espera. La confianza depende de un conjunto de variables  de distinta naturaleza que  tienen que hacer con aspectos temporales, antropológicos, culturales y, por cierto, legales. Francis Fukuyama define la confianza[3] como la expectativa que surge en una comunidad con un comportamiento ordenado, honrado y de cooperación, basándose en normas compartidas por todos los miembros que la integran. Estas normas pueden referirse a cuestiones de “valor” profundo, como la naturaleza de Dios o la justicia, pero engloban también las normas deontológicas como las profesionales y códigos de comportamiento. En el ámbito de los contratos, la confianza incide directamente en el cumplimiento,  asumiendo este como  un “valor esperado” constituido por el valor del cumplimiento, sometido a la variable aleatoria de la probabilidad de dicho cumplimiento.

Ahora bien, tanto la generación de confianza como la carencia de ésta, representa un costo en las transacciones, cuyo mayor o menor valor depende de la sanción social, legal o ética que, según el caso, esté prevista ante la traición o defraudación de ésta. La exigencia de formalidades, la extensión de los contratos, los plazos de negociación, la dilación burocrática, el rigor de la prueba, la debilidad de la declaración, son evidencias del mayor costo que representa la carencia de confianza, lo cual tiene un correlato cierto e impacto determinante en los costos de transacción. Si ello lo ponderamos en términos totales por todas las transacciones que ordinariamente realizan las empresas y personas en sus operaciones comerciales, el costo de la desconfianza crece exponencialmente, particularmente en sociedades como las nuestras donde no está arraigada la cultura del cumplimiento y la sanción moral al infractor de las reglas, cualquiera sea su naturaleza convencional o legal a veces hasta se invierte, premiando al “vivo” en vez de castigarlo. Por cierto que,  como veremos más adelante, al Derecho de Contratos le ocupa un rol protagónico en generar las condiciones para construir la confianza, indispensable para la generación de la cooperación.

Ante este escenario, resulta imperativo promover la generación de la confianza entre las partes, al momento de negociar, de modo tal de  procurar la cooperación que, aún cuando a primera mano puede suponer un contenido abstracto, en el marco de la negociación  puede tener muchas manifestaciones concretas, bien sea a través de la transparencia en la información, división de las tareas en el proceso negociador, generación de coaliciones en relación a terceros, entre otras valiosas expresiones.

El Análisis Económico del Derecho ha centrado su atención en aquellos contratos cuya ejecución es diferida, esto es, que no se agota en un evento no simultáneo  o a través de su ejecución instantánea, sino que el cumplimiento se verificará en un momento posterior. Ello se explica en el hecho que, en los casos de contratos de ejecución continuada o diferida, teóricamente las partes deberían contemplar todas las contingencias futuras que pudieran verificarse en la ejecución, a fin de prever las consecuencias o previsiones que se adoptarán en cada caso. No obstante, contemplar todas las situaciones futuras que pudieran verificarse en la ejecución de un contrato es prácticamente imposible, bien sea porque no cuentan con toda la información para hacerlo o, en muchos casos, esta información no es verificable  y, en última instancia, porque ello representaría un altísimo costo.  Surge así la noción paradigmática del contrato completo que  constituye a un modelo teórico que hace referencia a aquél contrato que prevé todas las situaciones futuras que pueden presentarse en la ejecución del contrato. Por oposición, concluiremos que regularmente, celebramos contratos incompletos razón por la cual debemos recurrir a algún mecanismo para “completar contratos incompletos” siendo el Derecho de Contratos  la herramienta por excelencia para alcanzar dicha finalidad, más no la única, si apreciamos que, por ejemplo, a través de la renegociación o la delegación –incluyendo en ello el arbitraje, la mediación o la autoridad-  las partes pueden igualmente resolver el curso de acción a seguirse ante un evento imprevisto contractualmente.

En este orden de ideas, podríamos determinar preliminarmente que, a los efectos de alcanzar la finalidad del contrato conforme lo hemos reseñado sintéticamente en párrafos anteriores, deberíamos procurar que las partes estén en capacidad y tengan la voluntad de discernir convenientemente respecto del contenido del contrato a los efectos de discriminar “lo probable de lo posible” y, consecuentemente, contemplar adecuada y específicamente las situaciones que, razonablemente, pueden ser previstas al momento de contratar. Subsidiariamente, será conveniente revisar cual debería ser el rol del Derecho de Contratos en este contexto. Todo ello, sin embargo, no se explica sin una estructura cooperativa.

En este extremo,  el elemento determinante consiste en entender que la eficiencia en un contrato consiste, por una parte, en garantizar su estabilidad en la ejecución en el tiempo; en otras palabras, un buen contrato es aquél que lleva en su esencia los incentivos para su cumplimiento por las partes y ello solo es posible a través de la adecuada definición del alcance de las obligaciones a cargo de cada una de las partes y las consecuencias derivadas del incumplimiento.

Muchos abogados parten del fallido entendimiento que redactar un buen contrato consiste en  otorgar ciega y sistemáticamente todas las prerrogativas y derechos a una sola de las partes, en detrimento de la otra: clausulas penales desbordadas (sin ninguna contemplación al sentido real de esta prevención contractual), mecanismos de resolución automática y unilateral por cualquier cosa y demás blindajes hacen que el abogado se ufane de haber negociado un “supercontrato” favorable íntegramente a los intereses de su patrocinado. Nos encontramos ante una asimetría entre las partes que afecta la estabilidad misma del contrato. El incentivo generado es perverso: ninguna de las partes tendrá interés de continuar con el contrato, ni la parte beneficiada pues estará atenta de cualquier desliz de la otra parte para privilegiar la salida del contrato a través de los remedios contractuales previstos que le resultan ampliamente ventajosos, o  por el lado de la parte débil, la cual tendrá naturales intereses para buscar la forma de excluirse o invalidar el contrato por resultarle abiertamente oneroso. Lejos de propiciar la cooperación, inducimos al conflicto.

 Quiero llamar la atención en cuanto a que dicha estabilidad no está referida necesariamente a la equivalencia de las prestaciones –concepto por demás controvertido y opinable- pues de hecho existen contratos como los que contemplan transferencia de conocimiento u otros análogos, en los cuales existe claramente una asimetría de partida y cuyas estipulaciones -abiertamente favorables a una de las partes- encuentran plena justificación en el contexto del intercambio y dados los riesgos asociados al incumplimiento. Me refiero principalmente a la ventaja irracional e injustificada, a aquella que es sometida a un esquema de maximización puramente individual, incompatible con un modelo cooperativo. En estos casos, una pretensión desproporcionada e irracional  debilita la confianza y reduce los espacios de cooperación, pues trasluce el interés de una de las partes de obtener una ventaja que vulnera el marco de buena fe dentro del cual se debería conducir la negociación. Por lo demás, es por todos conocida aquella frase que dice que construir la confianza puede demandar mucho tiempo, pero destruirla tan solo un segundo, la cual puede ser replicada exactamente en el contexto del tema que nos ocupa.

Otros abogados piensan que una buena estrategia de negociación es partir de un monto exorbitante y desproporcionado y proponer un primer proyecto de contrato totalmente asimétrico como hipótesis de partida, para luego “bajarse” conforme lo pueda empujar a ello su contraparte. De hecho, esta es una técnica de negociación no cooperativa muy recurrente denominada “anchoring” o anclaje y que se sustenta en la premisa que puntos de partidas diferentes conducen a estimaciones diferentes que están sesgadas hacia los valores iniciales. En otras palabras, si determino un valor inicial muy alto, es probable que el punto de acuerdo sea próximo a mi expectativa inicial.   Aún cuando el efecto de “anclar” una negociación es una estrategia significativa en toda negociación –aún marginalmente en negociaciones cooperativas- tengo serias dudas respecto de su eficacia como criterio general y, especialmente, cuando no se cuenta con parámetros objetivos que así lo justifiquen.

Considero que el anclaje debería funcionar sensiblemente en el ámbito de una negociación cooperativa pero solamente en términos cualitativos y no cuantitativos, pues puede afectar la confianza en la negociación y perturbar la generación de las vías de colaboración indispensables para alcanzar la eficiencia en el contrato según lo hemos definido en párrafos anteriores.

Dicho todo esto, deberíamos abordar finalmente el rol que le ocupa al Derecho de Contratos en el contexto antes descrito. Como bien señala Kornhauser[4] la teoría económica pretende responder dos preguntas: ¿Qué promesas debe hacer cumplir la ley? Y ¿Qué sanción correspondería aplicar ante el incumplimiento? Y las respuestas ambas interrogantes se pueden subsumir en un principio: el derecho contractual debe inducir al comportamiento eficiente.

El Derecho de Contratos tiene varias dimensiones desde la perspectiva económica y su incidencia afecta los mayores o menores costos de tracción a los que la partes pueden estar sometidos para alcanzar un acuerdo. Aún más, el Derecho de contrato debería propiciar un marco regulatorio seguro, reduciendo los problemas de información y comunicación entre las partes y disuadiendo el comportamiento oportunista. Este último extremo nos lleva a un tema de fondo que constituye uno de los aportes más significativos del Análisis Económico aplicado al Derecho de Contratos y que es el incumplimiento eficiente del contrato. A modo de cuestión previa, la sola referencia a un “incumplimiento eficiente” genera particular resistencia de los civilistas tradicionales que estiman que la sola mención de dicho postulado afecta sensiblemente la obligatoriedad de los contratos y abre un espacio para el aprovechamiento abusivo y la vulneración de la buena fe. Ello sin embargo no es sino fruto de una apreciación apresurada y sesgada, abiertamente influenciada por la sistemática resistencia a incorporar la perspectiva económica para entender mejor las instituciones del Derecho Civil.

Frente a un evento de incumplimiento, el Derecho de Contratos ha concebido dos tipos de remedios legales, a saber, el cumplimiento forzoso o la indemnización. Los sistemas jurídicos han optado por acogerse a alguno de ellos o, como en el caso del Código Civil peruano, ambas opciones pueden ejercerse alternativamente dentro de las condiciones que establece dicho cuerpo normativo. Ahora bien, económicamente, ambos remedios legales constituyen stricto sensu el precio que debe pagar el deudor de la obligación por incumplir el contrato y, por consiguiente, será tomado como referencia de su utilidad.

Así las cosas y, si partimos de la idea central que el contrato tiende  a buscar a través del intercambio una solución paretianamente eficiente, debemos concluir que el incumplimiento será más eficiente como remedio cuando los costos de cumplimiento excedan el beneficio para todas las partes involucradas. En otras palabras, si la parte afectada con el incumplimiento puede ser indemnizada adecuadamente a un costo menor de lo que demandaría cumplir forzosamente el contrato, será más eficiente incumplir el contrato, pues ello demandaría un costo mayor que el que las partes le atribuyen al valor mismo de la prestación debida.

Es deseable que en los contratos, las partes puedan haber previsto ex ante una cláusula penal como mecanismo sustitutivo de los daños y perjuicios ocasionados por el incumplimiento, el mismo que las partes han procedido a valorar anticipadamente: Ello en razón a los costos y contingencias que implica diferir su determinación ex post, con las consiguientes perturbaciones exógenas que pueden afectar el proceso de determinación de dichos daños en sede judicial o arbitral. Siendo así, la ejecución forzosa del contrato podría demandar un mayor costo que el que supondría aplicar la penalidad para restituir las condiciones “de partida” del contrato, esto es, el valor asignado al cumplimiento. Por tanto, será más eficiente  aplicar la previsión anticipada de la indemnización antes que recurrir al mecanismo ciego de la ejecución forzosa, en tanto que desnaturaliza el sentido final del contrato.

Por  cierto que el razonamiento esbozado precedentemente no es absoluto e inobjetable  –hecho que es determinante al momento de discernir respecto del remedio más adecuado en cada caso concreto -  pues deberá analizarse cada caso en particular e incidir en los efectos derivados del incumplimiento: Ciertamente que el problema que surge a primera mano es que no siempre es posible determinar adecuadamente “el tamaño del daño” por la fuerte carga subjetiva que pueda contener en ciertos casos o las dificultades para expresarlo monetariamente y a un bajo costo los efectos del incumplimiento. Aún más, subyace en muchos casos un problema de información relacionado a costos no visibles ex ante, información imperfecta o racionalidad limitada que restringe las posibilidades de recopilar y procesar información, todo lo cual sin embargo, no afecta en absoluto el valor de incorporar esta variable dentro de las consideraciones para definir el remedio más adecuado frente al incumplimiento.

Queda así expuesto en modo muy sucinto el valor de la eficiencia en el contrato, muchas veces inadvertido o subestimado, pero con especial importancia para quienes cotidianamente nos encontramos, como abogados, en la tarea de estructurar contratos que cumplan la finalidad para la cual fueron concebidos, esto es, expresar lo que las partes querían al momento de contratar y que ello finalmente se concrete para el beneficio de éstas.


[1] Autores como Steven  SHAVELL, Mitchell POLINSKY, Hans-Bernd SCHÄFER, Lewis KORNHAUSER, Patrick ATIYAH, Olivier WILLIAMSON, Robert COOTER, entre otros, han desarrollado extensivamente la materia. En el plano hispanoamericano, hay importantes trabajos de Luciano BENETTI TIMM, Nuno GAROUPA, Fernando GOMEZ POMAR, Alfredo BULLARD,  Iñigo DE LA MAZA, entre otros
[2] SALVADOR CODERCH, Pablo y Fernando GOMEZ POMAR “Clave de bóveda: Recensión a Steven Shavell. Foundations of Economic Analysis of Law”. The Belknap Press of Harvard University Press. Cambridge,  Massachusetts. London, England, 2004.
[3] FUKUYAMA, Francis. “Trust: la confianza”. Madrid: Ediciones B. 1998
[4] KORNHAUSER, Lewis, Derecho de los Contratos. En SPECTOR, Horacio. Elementos del Análisis Económico del Derecho. Buenos Aires: Rubinzal-Culzoni, 2004.