sábado, 10 de noviembre de 2018



UNFAITHFUL
La economía de la infidelidad


A raíz de una sugerente película que lleva el mismo nombre de este post y dirigida por Adrian Lyne, surge la idea de explorar sobre lo que puede decir la economía respecto de la infidelidad, esto, es, qué conduce a los individuos a comportarse de modo tal de traicionar a su pareja. De hecho, la economía puede ser utilizada para explicar este tipo de conductas, como bien lo hiciera el Premio Nobel Gary Becker para introducir el razonamiento económico en situaciones de no mercado, más allá de otros escenarios tradicionales donde se encasillaba a esta disciplina. El método económico y sus herramientas explicativas pueden ser de especial utilidad para entender el fenómeno que nos ocupa, pese a que, como es obvio, el tema tiene aristas de toda naturaleza y que pueden y deberían ser abordadas multidisciplinariamente.

Como bien señalan Lilian Corrado y Mariana Maristany la infidelidad siempre duele. Siempre es algo negativo y que amenaza la continuidad de la relación y la estabilidad de la confianza en sí mismo del que se considera víctima. Pero aún más, tradicionalmente se ha entendido como un síntoma de que algo no va bien en la pareja o algo no va bien en alguno de los miembros de la misma. Siempre es considerado como una deficiencia. “Si tuvieras todo lo que necesitas en casa no hay ninguna razón de buscar en otro lugar”.  Siempre es signo de que algo falta. Trataremos en este pequeño post de introducir nuevas perspectivas al respecto y desmitificar esa frase.

Cuando incorporamos herramientas económicas para explicar un determinado fenómeno, sin duda requerimos de cierta data para poder tener algunos puntos de partida que nos permitan definir magnitudes y encuadrar la metodología del análisis. Tratándose del tema que nos ocupa a saber, la infidelidad, tener data confiable y de alcances generales es obviamente complejo toda vez que en la mayoría de casos quienes integran relaciones “formales” (término que utilizaremos recurrentemente para referirnos a una pareja pública y recíprocamente unida por un compromiso, bien sea casados, enamorados o novios) no exteriorizan si han sido infieles o no. Dicha opacidad en la información sugiere que los datos empíricos que hemos podido alcanzar en ciertas indagaciones tiendan a ser más elevados de los que se muestran a simple vista y, con ello, concluir que la infidelidad es mayor que lo que se dice o confiesa a nivel de laboratorio.

Otro aspecto tradicionalmente malentendido respecto de la infidelidad -y que incluso los escasos trabajos económicos sobre la materia reivindican- es que este fenómeno es casi privativo del género masculino, a saber, los hombres son los infieles. La explicación económica que se ha venido dando -y que hoy resulta a todas luces desfasada- es que las oportunidades para sostener relaciones “informales” (entiéndase como tales aquellas que constituyen propiamente la infidelidad) se sustentaban principalmente en el capital humano (la apariencia física y la productividad sexual) y el capital no humano (la riqueza económica y financiera). Hoy ese modelo no es sostenible en el tiempo actual como línea matriz para explicar la infidelidad. De hecho, la brecha entre la infidelidad masculina y la infidelidad femenina se ha acortado severamente y la tendencia es hacia su paridad. No obstante, la exposición a esa condición aún es distante, toda vez que consideraciones reputacionales diametralmente opuestas respecto de la veracidad ponen de manifiesto claramente la infidelidad masculina, contrariamente a la rigurosa discreción de la infidelidad femenina. En otras palabras, los hombres tienden a revelar que son infieles en sus entornos amicales -y hasta es visto con normalidad y merece aprobación del grupo social- mientras que las mujeres actúan con especial cuidado en no ser descubiertas pues ello traería un conjunto de reproches y hostilización del entorno. Es claro que estamos contextualizando esta diferenciación en sociedades conservadoras y con rasgos machistas como las latinoamericanas.

Un dato interesante que también conviene cuestionar de los trabajos teóricos de corte económico que abordan el tema de la infidelidad es que algunos afirman fallidamente las relaciones formales y las relaciones informales constituyen sustitutos perfectos. En microeconomía, un bien se considera un bien sustitutivo (o bien sustituto) de otro, en tanto uno de ellos puede ser consumido o usado en lugar del otro en alguno de sus posibles usos. Dicha "sustituibilidad” de uno de los bienes por otro siempre es una cuestión de grado, de tal suerte que un bien es un sustituto perfecto de otro, solamente si puede ser usado exactamente de la misma forma y con el mismo resultado y es entonces es cuando un consumidor no tiene ningún incentivo para preferir un bien sobre el otro: Nada más lejano a lo que representa la infidelidad, cuando es justamente que existen motivaciones distintas en buscar una pareja alternativa o informal  a la pareja formal, en razón al diferente grado de intereses o preferencias que subyacen en uno y otro caso. Dicho esto, la decisión de ser infiel dependerá de la función de utilidad respecto de lo cual volveremos más adelante.

Abona adicionalmente a favor del argumento antes expuesto un dato estadístico relevante y que es objetivamente verificable. Las parejas formales que terminan la relación como consecuencia de haber sido descubierta una infidelidad no desencadena que quien fue infiel (trátese del hombre o la mujer) reconstituya una relación formal con quien fuera la pareja informal que fue la causa de la separación. Dicho en otros términos, el infiel no formaliza con su pareja informal, una vez que ya está en condiciones de hacerlo al haber resuelto el vínculo formal que mantenía. Además de corroborar que no puede equipararse como sustitutos perfectos la relación formal con la informal, existen otros factores económicos asociados a la utilidad marginal decreciente que abordaremos más adelante como eje central de nuestro desarrollo.

Consideraciones adicionales que revelan las particularidades dinámicas del fenómeno de la infidelidad que ponen de manifiesto la obsolescencia de los patrones tradicionales que explicaban económicamente el fenómeno en base a una presunta dominancia masculina y un machismo arraigado y consentido socialmente, tiene que hacer con las preferencias y la composición de las parejas informales: los escasos datos estadísticos que hemos podido generar nos dicen que existe un significativo rango de edad entre los componentes de las parejas informales, a diferencia de las parejas formales que mayoritariamente se constituyen dentro de una misma franja etaria.  De hecho, las parejas informales en su mayoría se componen entre hombres mayores y mujeres jóvenes y viceversa, a saber, mujeres mayores y hombres jóvenes. Este aspecto independientemente de consideraciones de distinta naturaleza -y con el único propósito de limitarnos al fenómeno económico detrás de la infidelidad- revela un cambio de preferencias e intereses que tienen las partes al momento de tomar la decisión de ser infiel al tiempo de poner de manifiesto nuevamente un apartamiento de los patrones tradicionales que explicaban la infidelidad desde una perspectiva económica a la luz del enfoque desfasado ya expuesto. Motivaciones de índole distinta relacionadas con la renuencia al paso de los años y la “vigencia” en el mercado del emparejamiento (como atinadamente lo tipifica Becker), el interés en explorar una relación no convencional y la curiosidad, así como el reconocimiento de la trayectoria y la experiencia y hasta referencias hechas en el plano psicológico con connotaciones freudianas relacionadas a la ausencia paterna o materna y la necesidad de tener un referente o guía, cuestiones que, por cierto, pertenecen a otros ámbitos que no invadiremos por obvias razones. Frente a ello, la mayor probabilidad de desarrollar relaciones formales dentro del mismo plano etario se explica en la confluencia de las partes involucradas en un proyecto de largo plazo en un determinado momento, lo cual supone un crecimiento progresivo y de compatibilidad de intereses, metas y proyecciones, lo cual es ampliamente desarrollado por la literatura económica que aborda la familia.

No deja de ser relevante el hecho de estimar como consideración previa para el estudio económico que pretendo hacer en este modesto post, el rol que la tecnología cumple en el contexto de la infidelidad y que revoluciona el enfoque completamente pues altera consistentemente los costos y modalidades que se derivan de este fenómeno. El efecto podríamos denominarlo bipolar: por un lado, la tecnología -por ejemplo, el uso de redes y teléfonos y dispositivos inteligentes-, ha incrementado ostensiblemente la probabilidad de detección de la infidelidad al punto que hoy es posible conocer en tiempo real que hace y donde está la pareja formal, lo cual en términos económicos incrementa los costos derivados de la infidelidad. Pero al mismo tiempo, las potencialidades de las nuevas tecnologías ha permitido formas inéditas de infidelidad inclusive aquellas virtuales que, en términos comparativos con los métodos tradicionales, extiende el escenario de la infidelidad a contextos insospechados, al punto de hacernos reflexionar respecto de una redefinición de ésta.

Hechas todas estas reflexiones desde el lado del estado actual de las cosas, intentaremos ensayar un modelo económico que permita explicar algunas de las motivaciones detrás de la infidelidad desde el lado de la economía. Quiero llamar la atención que ni por asomo se pretende dar una conclusión unívoca al tema pues tiene múltiples explicaciones y justificaciones que han sido y son materia de estudio, desde análisis que van por el fenómeno evolutivo del hombre o la naturaleza misma del individuo hasta sofisticadas explicaciones en otras disciplinas, que tienen igual valor teórico y científico. Aquí tan solo aplicaremos el análisis económico como herramienta metodológica para explicar la infidelidad. El modelo así explicado, no pretende ser excluyentemente aplicable para el caso de la infidelidad masculina, sino también ser válido para explicar la infidelidad femenina. Aún cuando el “disclaimer” pueda estar de más dado el enfoque de este post, es evidente que este análisis está despojado de cualquier consideración axiológica, moral o religiosa.

Una premisa inicial básica para entender el modelo es el comportamiento maximizador del individuo racional. La racionalidad económica consiste en seleccionar entre diferentes alternativas siendo que esta selección o selecciones se refieren a objetos económicos (necesidades-recursos) y su orden se basa en estimaciones de costos y beneficios. Así, el objetivo del individuo es el de maximizar su utilidad o beneficio al tiempo de reducir sus costos. En consecuencia, el individuo hace una ponderación entre los costos y beneficios implicados en su elección y optará por aquel curso de acción que le reporta el mayor beneficio, siendo que “marginaliza” vale decir, evalúa sus decisiones confrontando los beneficios adicionales frente a sus costos adicionales.

Corresponde evaluar entonces los beneficios y costos de la infidelidad. Los beneficios pueden a su vez desdoblarse en beneficios monetarios y no monetarios, siendo estos últimos los que son mas relevantes en el caso concreto. Entre los beneficios monetarios podrían considerarse, entre otros, aquellos que recibe la pareja informal como consecuencia de esta relación, y que se puede traducir en regalos, atenciones, etc. Los beneficios más relevantes en esta evaluación está en aquellos no monetarios y que pueden  ser de distinta naturaleza: algunos están referidos al propio placer que se obtiene durante la relación informal, pero principalmente existe una variable de compleja explicación y que está asociada al riesgo de ser descubierto (curiosamente un costo que se puede mostrar ambivalentemente como también un beneficio) e involucra una propensión al riesgo que genera placer y que algunos han llamado “el encanto de lo prohibido”. La clandestinidad de la relación informal paradójicamente representa “prima facie” un beneficio marginal por el cual las partes están dispuestas a asumir los costos que ello implica. Nótese que esta variable es especialmente significativa y está en directa relación con la duración de la relación informal como se explicará luego.

Por el lado de los costos, éstos también pueden ser de distinta naturaleza, algunos monetarios otros no monetarios. Sin embargo, como telón de fondo tenemos un costo especialmente significativo es el que la economía denomina “costo de oportunidad” y que es una manera de medir lo que nos cuesta algo. En lugar de limitarse cuantificar el beneficio que se obtiene por una cierta inversión, este beneficio se compara con los que se obtendría por una inversión alternativa. Esto es, los beneficios perdidos de las alternativas a nuestra elección son, en buena cuenta, el costo de oportunidad de la elección original. El costo de oportunidad en este caso está en los recursos invertidos (incluyendo el tiempo, por cierto) en la relación informal, que alternativamente podrían ser utilizados para estar con la pareja formal o, ya en contexto de una relación mas consolidada como el matrimonio, en el disfrute del hogar y los hijos, si no acaso siendo productivo laboralmente. Los costos monetarios se expresan en la inversión que el/la infiel hace para consumar su infidelidad en el ámbito de la clandestinidad, lo cual presupone la asunción de un conjunto de gastos que demandan estos encuentros furtivos. Cabe señalar que el factor tiempo, en tanto se trata de un recurso limitado, inexorable e irrecuperable que es compartido como consecuencia de sostener una pareja formal y otra informal en forma simultánea, importa un costo hundido de la infidelidad.

Pero especialmente relevantes son los costos no monetarios y que están conformados por el riesgo de ser descubierto y lo que ello implica, lo cual puede estimarse probabilísticamente y que no solamente impactan directamente en la pérdida directa que ello representaría en el deterioro de la relación formal, sino el en el efecto reputacional de ser señalado como infiel en el grupo social.

En este orden de cosas, visto a partir de este análisis preliminar, el individuo será infiel cuando los beneficios de ser infiel son superiores al a los costos que ello conlleva.

Ahora bien, al igual que todo bien o servicio incorporado a la función de utilidad de los individuos, tendiente a satisfacer sus necesidades o preferencias, deviene aplicable el principio incorporado en la ley de la utilidad marginal decreciente. Este concepto fundamental de la teoría económica el consumo de un bien proporciona menor utilidad adicional cuanto más se consume (ceteris paribus). Se produce una valoración decreciente de un bien a medida que se consume una nueva unidad de ese bien. La infidelidad no está exenta del beneficio marginal decreciente y, por el contrario, constituye por lo general una característica distintiva de ésta.

Podemos decir entonces que el beneficio marginal de una infidelidad es decreciente, esto es, conforme la relación va avanzando, el nivel de bienestar que proporciona se va reduciendo. Además de la explicación teórica antes explicada, debe atemperarse esta situación con el hecho que en muchos casos la relación informal -a diferencia de la relación formal- alcanza su nivel máximo de bienestar en su consumación inicial, mientras que el proceso de la relación formal tiende a tener un comportamiento creciente que, sin negar que está igualmente expuesta a la ley de la utilidad marginal decreciente- se nutre de otras variables que se incorporan progresivamente y que mutan la función de utilidad en el tiempo conforme se avanza en el proceso de “enamoramiento” -entendido como un proceso de proyección y adquisición de información a la luz de la teoría económica referida al emparejamiento- y que puede verse contemporizada con nuevos proyectos y vivencias, el noviazgo, el matrimonio, los hijos, la vida en común, etc. aspectos que no están presentes de ordinario en una relación informal.

Aun visto desde esta forma, es posible afirmar que el beneficio obtenido de la relación informal no es independiente del nivel de beneficio que genera la relación formal, esto es, la curva de beneficio marginal de la relación informal con la de la relación formal pueden considerarse como curvas interdependientes. Ello implica que un desplazamiento de la curva del beneficio marginal de una relación informal puede traducirse en un desplazamiento de la curva del beneficio marginal de la relación formal en sentido inverso. Por ejemplo, el desencanto, la falta de intimidad o que ésta progresivamente se vea espaciada, el enfriamiento, la rutina y la monotonía o la existencia de problemas dentro de la relación de pareja formal, en tanto involucra una pérdida de bienestar en términos marginales de la relación, puede modificar la curva de beneficio marginal de la relación informal.

Aun así, siendo que en la relación informal la utilidad marginal es decreciente en mayor medida que en la relación formal, esta curva debe confrontarse con la curva de costos que, en este caso, es creciente. En efecto, una vez entablada la relación informal, se produce dicha elevación en la medida que se incrementan la probabilidad de detección de la infidelidad conforme se desarrolla esta y con ello la necesidad de mantener la clandestinidad de la relación, lo cual se puede traducir en costos monetarios y no monetarios, en este último caso, el temor o la incertidumbre. A ello se suma un factor importante que tiene que hacer con una revaluación del costo de oportunidad en la medida que progresivamente este se incrementa en tanto que la parte infiel replantea las consecuencias de su inconducta y los probables efectos de ser descubierta la infidelidad y que no solo alcanza al ámbito privado como puede ser la pérdida de confianza e inclusive la ruptura y las implicancias directas e indirectas que se pudieran derivar de dichos eventos, sino también el efecto potencial en términos reputacionales en el entorno social y laboral.

En este orden de ideas, es posible entonces construir un modelo en base a estas dos variables, vale decir, al beneficio marginal decreciente y el costo marginal creciente de la infidelidad y en esa línea poder identificar el punto en el que se producirá la conducta infiel y cuando ésta dejará de ser una alternativa desde el punto de vista económico. El modelo puede ser objetivizado de la siguiente forma.




De acuerdo con la gráfica, y siguiendo a León Mendoza, en un primer momento el beneficio de la infidelidad es alto (BMg1) que va de la mano con la interdependencia con el eventual desencanto o disminución del interés respecto de pareja formal -en razón a la interdependencia antes acotada- aún cuando igualmente se manifiesta el efecto marginal decreciente que se agudiza en BMg0. Vis a vis, tenemos el costo marginal (Cmg) cuya curva tiene pendiente ascendiente. Así las cosas, la infidelidad se producirá en el momento en el momento en el que se produce la maximización del beneficio (x) que no es otra cosa que el punto en el que el beneficio marginal de tener una pareja informal es igual al costo marginal que representa ello. Dicho de otro modo, el individuo (hombre o mujer) realiza actividades de infidelidad hasta el punto en que la satisfacción del último encuentro informal con la pareja informal sea igual a su costo marginal, Por el contrario, si el costo marginal (CMg) es mayor que el beneficio marginal (BMg0) de la infidelidad, esta, de ordinario, no se producirá.

Es importante llamar la atención que el modelo antes descrito es puramente teórico y positivo y que la incorporación de presupuestos distintos o premisas, por ejemplo, asociadas a la economía conductual puede modificar los resultados en base a sesgos comportamentales y heurísticas que no han sido considerados en este breve estudio. Aún así, la explicación económica antes descrita es válida para entender en conjunción con otras disciplinas este fenómeno recurrente y subyacente en la sociedad cual es el de la infidelidad, independientemente de que se trate del caso de un varón o una mujer.

miércoles, 27 de julio de 2016


El "efecto de percepción ambiental" y el cumplimiento de la ley


En 1971, un profesor de la Universidad de Stanford, Philip Zimbardo, realizó un temerario y no menos polémico experimento: seleccionó a 24 personas, todas previamente evaluadas psicológicamente y las sometió a un espacio que reproducía las duras condiciones de una prisión. Los dividió aleatoriamente en dos grupos -convictos y carceleros- y dejó que se condujeran de acuerdo a los roles que tenían en el experimento. Rápidamente observó que ambos grupos asumieron características análogas a las reales y los carceleros actuaron con violencia y abuso, de la misma forma que los convictos eran objeto de vejámenes contra los cuales se amotinaban, sufriendo igualmente severos trastornos emocionales. El experimento se desbordó más allá de lo previsible y tuvo que ser cancelado antes del tiempo previsto. No obstante, la evidencia principal para Zimbardo fue comprobar como individuos que no habían mostrado antes comportamientos violentos, habían modificado diametralmente su conducta, dado el entorno en el que se encontraban inmersos.

Años después, en 1982, el politólogo James Q. Wilson y el criminólogo George Kelling publicaron el famoso libro “Fixing Broken Windows: Restoring Order and Reducing Crime in Our Communities” en el cual llegaban a una interesante conclusión: los entornos urbanos, cuando se encuentran remozados y en condiciones favorables, puede tener un significativo nivel de influencia en la reducción de cierta criminalidad y vandalismo. Así, si los problemas se abordan en su etapa temprana, resolviendo los detalles que tiene que hacer con preservar el orden, ello tenía efectos positivos, de la misma forma que un edificio con las ventanas rotas (como expresa el título de esta tesis) es más propenso a provocar que se rompan otras más, mientras que el caso inverso induce a todo lo contrario. Muchos experimentos sociales han demostrado resultados consistentes con esta teoría que fue adoptada con especial éxito en Nueva York y otras ciudades. Como toda obra de esta naturaleza, también ha merecido algunas objeciones y discrepancias.

Hace muy poco leía un estupendo post de un gran académico, Jesus Alfaro Águila-Real en el cual refiere textualmente que “el nivel de puntualidad de las personas, en una sociedad, es directamente proporcional al nivel de desarrollo económico, de forma que, cuanto mayor es éste, más puntual es la gente”. La explicación para dicha afirmación es que el entorno coadyuva y condiciona de la gente, específicamente a ser impuntual o no. De hecho, en un entorno donde el transporte no es confiable y por ende impredecible, la impuntualidad no es un hecho reprochable socialmente y no es posible discernir entre los que son impuntuales “por las circunstancias” y los que lo son porque así lo desean deliberadamente, ocurriendo una suerte de comportamiento free rider que se generaliza en sociedad.

Inspirado en los ilustrativos experimentos del famoso Dan Ariely, psicólogo cognitivo de la Universidad de Duke, una vez hice un intento similar en clase: Durante un examen para 30 alumnos y  que tenía una duración de 45 minutos -tiempo que el profesor controlaba-, coordiné previamente con 10 alumnos para que, deliberadamente, entregaran su prueba en forma sucesiva y casi en cascada, mucho antes de que el tiempo se extinguiera: El efecto fue inmediato; los otros, advertidos de esa circunstancia, comenzaron a entregar sus pruebas también, en la mayoría incompletas, pese a que aún tenían tiempo para concluirlas. En suma, no había transcurrido el tiempo en su totalidad y todos ya habían entregado los exámenes.

Todos los ejemplos que he dado anteriormente, pueden subsumirse en un concepto propio a un sesgo cognitivo denominado “efecto de percepción ambiental”. Como sabemos, un sesgo cognitivo o heurística no es otra cosa que una característica particular al momento de procesar una información o asumir una conducta, no necesariamente consistente con un proceso racional de discernimiento y que nos puede llevar a una distorsión o impresión errónea de la realidad.

El efecto de percepción ambiental describe una situación que encontramos en todos los casos comentados precedentemente, en los cuales el entorno influye en el comportamiento de los agentes de modo determinante, orientando sus conductas y alineándolas con un patrón advertido en el contexto, más allá de cualquier componente genético o formativo. Traigo a colación este concepto pues tiene especial relevancia en el cumplimiento de las normas legales al interior de nuestra sociedad.

Desde hace muchos años, el Derecho dejó de ser una disciplina estática y aislada. Quienes se resisten a la incorporación y auxilio de otras ciencias para entender mejor nuestro quehacer jurídico, quedan reducidos a una visión parcial e incompleta que al final se diluye en la intrascendencia. Así surgió el Análisis Económico del Derecho, enfoque que le aportó a la disciplina jurídica la metodología de la economía permitiendo que desde esta perspectiva podamos constatar con mayor nitidez el impacto real de las normas en el comportamiento de los individuos, las consecuencias de las disposiciones legales en sociedad,  al tiempo de identificar muchos defectos en la regulación de las conductas. Pero en esta misma búsqueda de entender mejor los fenómenos jurídicos y a partir del aporte trascendental de académicos de gran valía como Richard Thaler, Daniel Kahneman, Amos Tversky, Cass Sunstein y Jonathan Baron, entre otros tantos, surgió un enfoque multidisciplinario que involucra Economía, Derecho y Psicología y que hoy conocemos como Behavioral Law & Economics  que -en en palabras de mi amigo y brillante académico Renzo Saavedra- “permitiría, por ejemplo, (i) incluir la racionalidad acotada[1] y el efecto certidumbre en las discusiones sobre aversión al riesgo en el campo de la negociación contractual, al redactar normas ambientales o disposiciones sobre tutela de derechos fundamentales; (ii) incorporar tanto la prospect theory[2], como la fuerza de voluntad acotada, al estudiar las decisiones que un individuo toma al realizar o planear la comisión de un delito; y, (iii) la posibilidad de incluir al auto-interés acotado y el sesgo de disponibilidad[3] para la comprensión y/o represión de conductas injustas que limiten o prevean el deseo de sanción de la contraparte”.

Lo cierto es que el Behavioral Law & Economics ha innovado en el ámbito de los estudios interdisciplinarios del Derecho y es en ese enfoque que quiero desarrollar mi reflexión: ¿Acaso está casi sistemática desobediencia a las normas y la autoridad que advertimos cada día en nuestra sociedad no es condicionada por el entorno en el que nos desenvolvemos? ¿Este efecto “reputacional” inverso que retribuye al que viola la norma “de la mejor forma” no es consecuencia de la percepción ambiental que impregna nuestra conducta? ¿cambiando el entorno, mejoraremos?

Para ensayar una respuesta debemos advertir los problemas centrales que nos agobian en cuanto hace al “mercado de las reglas”. Una primera cuestión es la falta de institucionalidad que se advierte en los diversos niveles del Estado, y en todos los poderes. Así, somos espectadores habituales de denuncias de actos de corrupción de nuestros gobernantes, quienes lejos de actuar con probidad, nos generan fundadas sospechas de más irregularidades. Más grave aún es la infinidad de mañas que suelen utilizar para sustraerse a la investigación mediante artificios de distinta índole en clara obstrucción a la acción de la Justicia.

En el ámbito del Poder Legislativo la cosa es igual o acaso peor: hemos visto desfilar congresistas que contratan empleados “fantasmas” para hacerse un ingreso adicional, otros que recortan el ingreso de sus servidores en beneficio propio, muchos casos de gastos operativos justificados con documentos fraudulentos, un claro direccionamiento de iniciativas legislativas alineadas a intereses particulares, contubernios debajo de la mesa para favorecer a grupos o sectores específicos en detrimento de los demás, y muchas otras muestras que debilitan la alicaída imagen de nuestro Congreso de la República.

Y el Poder Judicial no se salva; la percepción general es de una Justicia “injusta”, burocrática, corrupta y lenta. Un sistema en el cual prevalece la prebenda frente a la verdad y que no da señales de recomponerse; al revés, los escándalos sobre fallos manifiestamente impropios se ven todos los días.

¿Cómo hemos llegado hasta aquí? Es una pregunta muy compleja que no pretendo contestar en este breve ensayo. Quizás esta debilidad institucional se entrelaza y funciona como un engranaje que debilita a todo el Estado. Un buen amigo y quizás el más importante investigador en temas de corrupción y crimen organizado, Edgardo Buscaglia, refiere con propiedad que, controlar y luchar en contra de la corrupción en el sector público es una condición necesaria si en verdad se pretende alcanzar un desarrollo político y económico sostenido que permita combatir la pobreza y las marcadas diferencias sociales a escala mundial. En diversos trabajos, Buscaglia ha señalado hasta cinco niveles secuenciales de penetración de la corrupción, a saber:

-      El soborno o cohecho, consistente en ofrecer u otorgar a un agente en particular cualquier tipo de beneficio a cambio de la realización de un acto;

Los actos de soborno son continuos y periódicos y el agente público ya se encuentra en la nómina del grupo delictivo;

Son infiltradas las agencias gubernamentales en forma esporádica dentro de las posiciones oficiales de rango medio.

Se consuma la infiltración gubernamental en los niveles más altos, en una suerte de captura del Estado; y,

Los grupos de delincuencia organizada logran participar en campañas políticas financiando o apoyando a través de los medios de comunicación o comprando votos y corrompiendo los procesos electorales democráticos.

Esta historia es conocida en nuestro país. Y lo peor del caso es que nos adaptamos a convivir con en ese entorno.

En este orden de cosas, si el entorno social y el marco institucional se encuentra perforado por la corrupción en sus diversos niveles -y ello es tolerado como un hecho consumado por gran parte de la ciudadanía- el razonamiento de muchos será “si otros lo hacen, ¿por qué yo no?” El efecto “dominó” de un razonamiento de este tipo aunado a esa progresiva pérdida de la capacidad de indignación de muchos, desarrolla incentivos nefastos de cara a una sociedad ordenada y con respeto a la ley.

Como consecuencia de todo lo expresado, el entorno social empuja a actuar en abierto desacato al orden y a las normas. Vemos con cierta “normalidad” que alguien se cruce la luz roja o que no respete el orden en una fila, o que siempre esté al acecho para ganarse “alguito más”: La generalización de la tristemente célebre criollada que no es otra cosa que una nefasta habilidad para aprovecharse de los demás, pero que algunos perciben como un extraño mérito.

Entornos como los descritos en párrafos anteriores, alientan comportamientos no cooperativos e inducen a la pura maximización del beneficio individual a costa de los demás, en una suerte de juego de suma cero. Claramente podríamos hacer un ejercicio de Teoría de Juegos y revelar que, en un entorno de corrupción, la estrategia dominante es no cooperar y como reza el dicho, “llevar agua para su molino”.

En el contexto que nos ocupa, no cabe dudas que es impostergable revertir el diagnóstico que es consecuencia del efecto de percepción ambiental: Probablemente muchos dirán que es casi una causa perdida pero no lo es. Considero que la clave está en revertir el patrón de conducta en forma inversa a la pirámide, esto es, de la base hacia la cima. Transitar de una posición no cooperativa, hacia una posición cooperativa. Y esto se logra con pequeñas cosas. La sumatoria de soluciones a pequeños problemas, terminan resolviendo grandes problemas. En este esfuerzo resulta poderosamente trascendente que cada uno comprenda que, moderando su actitud frente a la ley y autoridad, va a generar en el colectivo un impacto que permitirá discriminar entre los “cumplidores” y “no cumplidores” de modo tal de aislar la criollada y revertir ese efecto reputacional para convertirse en una práctica perversa. A través de estos pequeños cambios en la base, esto se proyecta hacia los niveles superiores –que  en gran medida tiene su fundamento de legitimidad en ellos- lográndose revertir progresivamente la situación e inducir comportamientos más honestos. La posibilidad de “visibilizar” a los infractores es tangible, la inconducta se convierte en la excepción y no la regla, y se recupera la capacidad de indignación, reproche y reprobación a nivel social. En buena cuenta, reconvertimos el entorno en un mecanismo que retroalimentado por las conductas individuales induce al cumplimiento de las normas y respeto a la autoridad. ¿nos animamos a intentarlo?







[1] La racionalidad acotada según el Premio Nobel Herbert Simon alude a esas limitaciones que tiene el individuo en el procesamiento de una decisión, principalmente por tres factores: i) la información disponible; ii) las limitaciones cognitivas; y iii) el tiempo disponible.
[2] Kahneman y Tvresky enunciaban su teoría postulando que el efecto de certidumbre contribuye a la aversión del riesgo cuando se trata de ganancias seguras y a la atracción por el riesgo en caso de elecciones con pérdidas seguras, en oposición a la clásica teoría de la utilidad.
[3] El sesgo de disponibilidad está referido a una fallida asignación de probabilidades que ocurra un evento fundada en un recuerdo inmediato o una primera sugestión. Es famoso el efecto “tiburón”  que se dio en los años 70 con ocasión de la famosa película y que sobredimensionó la probabilidad de morir por el ataque de este escualo que disuadía a la gente de ingresar al mar, cuando dicha probabilidad es mínima comparada con un accidente aéreo o automovilístico

miércoles, 20 de julio de 2016

La "bendita" Seguridad Jurídica




Quisiera comenzar este post con una mención que suelo hacer en clase, parafraseando el famoso aforismo de Madame Roland: ¡Seguridad jurídica! ¡Cuántas barbaridades se cometen en tu nombre! Y es que cotidianamente vemos un uso y abuso de la invocación a la seguridad jurídica para justificar cualquier cosa. Así, hemos llegado a un punto en que, cuando no hay más nada que decir, se suele recurrir al manido recurso de clamar la seguridad jurídica. En estas líneas trataré de centrar este concepto desde un enfoque pragmático y orientado a partir del análisis económico del derecho y advertir los riesgos de banalizar el contenido de este instituto para reducirlo a un mero recurso para dar paso a normas abiertamente ineficientes y perversas en cuanto a sus efectos reales.

A modo de cuestión previa, debo hacer un indispensable “disclaimer”: el concepto de seguridad jurídica ha merecido un amplio desarrollo en el ámbito de la filosofía del Derecho y la bibliografía es profusa en sus diferentes vertientes: Trabajos como los de Bobbio, López de Oñate, Corsale, Perez Luño, Radbruch, Recasens Siches, Paz Ares, o Arcos Ramirez, entre muchísimos otros, abordan en profundidad  el complejo contenido de  la seguridad jurídica; Ni qué decir de la frondosa doctrina anglosajona relativa al Rule of Law que, de alguna forma involucra al tema que nos ocupa. Como es obvio, sería ligero pretender en estas líneas hacer un exhaustivo examen teórico del tema, por lo que trataré de reducir mi reflexión a lo que interpreto que es el contenido esencial de la seguridad jurídica y su dimensión concreta en nuestra realidad, poniendo en evidencia el uso impropio de este concepto por parte de nuestros legisladores y operadores del Derecho que aprovechan alevosamente una nebulosa idea para auparse a ella al punto de debilitarla y envilecerla.

Las evidencias saltan a la vista: Cuando se crean más barreras de entrada para interactuar en cualquier mercado, no falta quien salga a decir que lo “hace” por seguridad jurídica; cuando se impone nuevos trámites, burocracias, sellos, legalizaciones, y demás formalidades ociosas, la única razón que suelen espetar sus promotores es que debe “resguardarse” la seguridad jurídica; cuando se obstaculiza sistemáticamente la definición de titularidades convirtiéndola en un vía crucis de papeleos que desincentiva la inversión y nos lleva inexorablemente a la informalidad y la pobreza, el argumento recurrente es que todo “se hace” por seguridad jurídica; cuando imponen sobrecostos a todos mediante regulaciones inútiles, siempre el motivo invocado no es otro que la seguridad jurídica. Al revés, cuando alguien propone lúcidamente eliminar barreras y sobrecostos, simplificar el Estado, relajar la tramitología, derogar exigencias y formalidades que traban el desarrollo y desregular porque así lo manda la sensatez y la eficiencia, el escándalo y la protesta es  casi un mecanismo estímulo-respuesta al mejor estilo del perro de Pavlov –probablemente liderado por quienes ven afectados sus bolsillos con esas medidas- y el pataleo es previsible ¡Se está atentando contra la seguridad jurídica! 

Visto el panorama, corresponde definir un concepto de seguridad jurídica que nos permita tener claro el contenido esencial que queremos darle a este término. Y el obstáculo que normalmente se encuentra es que en este punto nos encontramos ante una absoluta vaguedad semántica: Orden, garantía de una convivencia pacífica, certeza jurídica, confianza en el Derecho, previsibilidad de las respuestas jurídicas, estabilidad en el Derecho, principio de legalidad, publicidad del Derecho, jerarquía normativa, interdicción de la arbitrariedad, control de la decisión jurídica, garantías procesales, respeto a los derechos adquiridos, plenitud del Derecho, ausencia de contradicción, sistematización de normas, y un largo etc. (ARCOS RAMIREZ 2000) son algunas de las definiciones que se le ha dado a la seguridad jurídica. Es obvio que cuando estamos ante un término que admite tantas acepciones, sencillamente puede significar cualquier cosa, según sea el caso del operador que quiera utilizarlo argumentativamente y no puede ser, ni por asomo, fundamento consistente para sustentar un razonamiento. Es claro que la filosofía del Derecho ha multiplicado las visiones de la seguridad jurídica como objeto de estudio complejo; sin embargo, estimo que incurren en el grave defecto de sumergirse en una dimensión puramente axiológica, dejando de lado una consideración más pragmática, derivada de la evidencia empírica de la aplicación concreta y utilidad de la seguridad jurídica en la realidad.  

A mayor abundamiento y siguiendo a AVILA (2012) se puede sofisticar aún más la búsqueda de un concepto si lo analizamos desde distintas dimensiones;

i)           La seguridad como un elemento definitorio del Derecho mismo, esto es, estableciendo valor casi sinonímico entre seguridad y Derecho. Con mayor o menor rigor, muchos autores refieren que la seguridad es un elemento intrínseco de la definición del Derecho, sin el cual simplemente no existe;
ii)           La seguridad como hecho, a saber, la constatación empírica de una realidad concreta; la comprobación de las consecuencias jurídicas de hechos y comportamientos.
iii)       La seguridad como valor, entendido como un estado digno de ser buscado por razones sociales, culturales o económicas, en correspondencia a un determinado sistema de valores; y,
iv)      La seguridad como precepto social, es decir, entendiéndola como una norma que hace posible la coexistencia pacífica entre los individuos

Es por ello que, a riesgo de ser calificado como reduccionista, pretendo subsumir el concepto de seguridad jurídica -y como debemos entenderla en el contexto de nuestra realidad- a dos cuestiones muy concretas y finalidades prácticas: La seguridad jurídica como certeza y previsibilidad

La certeza es, en palabras de GEIGER (1983) la seguridad de orientación que dispensa a los sujetos de Derecho a la hora de actuar, de proyectar y decidir poner en marcha un curso de acción, Hay certeza entonces cuando se tiene un conocimiento seguro y claro de algo, en este caso, de la estabilidad del Derecho. Nótese que no me refiero a “conocimiento” en el sentido de conocer explícitamente la ley, lo cual es materialmente imposible sostenerlo como un presupuesto uniforme en la sociedad, sino conocer que “lo que dice el Derecho, es tal”, la certeza de su existencia, lo cual relaja toda eventual contingencia cualquiera sea el curso de acción que adoptemos.

El otro concepto que actúa indisolublemente ligado a la certeza es la previsibilidad o predictibilidad. En ambos casos nos estamos refiriendo al conocimiento anticipado de las consecuencias o del resultado de algo. En el Derecho, más que en cualquier otra ciencia social, la previsibilidad es un medio que coadyuva a una adecuada asignación de recursos, minimizando los costos de transacción innecesarios y eliminando la incertidumbre que, inexorablemente, se traslada como carga a quien realiza una determinada acción.

Como decíamos, certeza y previsibilidad van de la mano y componen el “core” de la seguridad jurídica. Un Derecho en el cual las partes están sometidas a la incertidumbre de saber si se cumple o no, o peor aún, que es lo que va ocurrir en caso sigan un determinado curso de acción, es cualquier cosa menos un sistema de Derecho mínimamente confiable y eficiente. Y esa es la verdadera seguridad jurídica que debemos apuntar a construir en nuestra sociedad. Nada menos ni nada más que eso.

 Permítanme entonces retrotraerme a los ejemplos iniciales que daba y en los cuales se invocaba una “bendita” seguridad jurídica para imponer mayores requisitos, trabas burocráticas, endurecer regulaciones, sofisticar trámites. El razonamiento -falaz, por cierto- es el siguiente: como alguien se ha aprovechado de alguna vulnerabilidad del sistema, es necesario dotarlo de mayor seguridad mediante la imposición de mayores controles o regulaciones; así reduciremos la ocurrencia de nuevas conductas oportunistas y viviremos en un mundo mejor.

Nada más falso. Conviene preguntar ¿y a que costo?

El argumento antes descrito tiene un gran defecto y es su hipótesis de partida; lo diré en términos muy básicos:  antes que detenerse a pensar el por qué hay algunos “malos” que violentaron el sistema legal y por tanto tiene que caerles teóricamente todo el peso de la ley, se presume erróneamente que los otros, digamos, los “buenos”, también se comportarán mal, por los que hay que fijarles de antemano mayores candados para evitarlo. El mundo al revés; terminamos premiando a los “malos” y castigando a los “buenos” imponiéndoles más regulación, barreras y formalidades que se traduce en mayores costos de transacción y pérdida de eficiencia económica (deathweight loss).  Todo sea por la seguridad jurídica.

El costo agregado de todas las medidas como las anotadas crece exponencialmente y es reprochable que las instituciones no adviertan que el artificio de la seguridad jurídica es una torpe excusa para justificar tales disposiciones. Acaso si en el fondo, estas regulaciones constituyen en buena cuenta un mecanismo de búsqueda de rentas por grupos interesados que se traduce en un costo que sufragamos todos para subsidiar el comportamiento oportunista de unos pocos.

Por cierto, hay una forma más grotesca de restringir la autonomía privada so pretexto de la tan manoseada seguridad jurídica en la acepción convenida que se viene utilizando, cuando se afirma que hay que privilegiar el “interés social” por encima del interés de los particulares. Este razonamiento risible me hace evocar aquella sabia reflexión de Friedrich Hayek cuando afirmaba que el término “social” era "the great weasel word of our times" (la más grande palabra “comadreja” de nuestro tiempo, haciendo la alegoría con la habilidad de estos animales para engullir el contenido de un huevo, dejando solo el cascarón intacto) es decir, una palabra fallida, capaz de succionar por completo el significado de las otras que acompaña. En efecto, el llamado interés “social” es menos “social” que cualquier cosa, pues responde al provecho de algunos pocos.

No menos importante es el efecto de la seguridad jurídica -entendida como certeza y previsibilidad- como marco garantista de la libertad. Sobre el particular es bueno volver a HAYEK (1961) que, en su famoso trabajo, The Constitution of Liberty, indicaba que “por lo que se refiere a las acciones de unos seres humanos respecto a otros, la libertad nunca puede significar otra cosa que estar limitados por leyes generales… la libertad significa y no puede significar otra cosa que lo que podemos hacer no depende de la aprobación de otra persona o autoridad, sino que está limitado por las mismas leyes abstractas que se aplican a todos”. En consecuencia, si las normas son ciertas y previsibles no representan amenaza alguna para la libertad distinta a las leyes de la naturaleza.

Por último, quisiera detenerme en el concepto de seguridad jurídica (tal como lo hemos descrito en estas líneas) como mecanismo que promueve la interacción cooperativa. En una sociedad con un sistema de Derecho impredecible e incierto, los individuos tienden a comportarse en forma egoísta, sin más interés que la maximización pura del beneficio individual y a costa del bienestar de todos los demás. Por el contrario, en el contexto de un sistema jurídico dotado de certeza y predictibilidad, los agentes tienen claro los efectos positivos y negativos perfectamente identificados y eso hace que, enfrentados a los costos y beneficios de los distintos cursos de acción, opten en promover una conducta cooperativa que, en términos agregados se traduce en mayor bienestar colectivo. Este análisis comparativo se puede entender mejor con algunas herramientas de la teoría de juegos:

Caso 1. En un contexto SIN seguridad jurídica:
Modelizando la actividad como un juego de suma cero, pensemos en la interacción entre dos individuos, X y Z, asumamos que el beneficio esperado de las partes es de 50 y en el caso de violar la norma y, como quiera que no hay ni certeza ni predictibilidad respecto de una sanción por el incumplimiento, ello reporta una ventaja (β) de 30. Al revés, cumplir la norma representa un costo (µ) de 10 (costo que no asume el infractor) y la pérdida originada simétricamente por la violación de la norma por su contraparte (Ω), vale decir, 30. Veamos entonces que si X viola la norma obtendrá el beneficio esperado más el beneficio adicional (β) que le otorga la ventaja de violar la ley (50+30=80) lo mismo si lo hace Z. En otro caso, si X cumple la ley, entonces recibirá el beneficio esperado y deducirá los costos (µ) de cumplimiento y la pérdida originada por la externalidad originada de la infracción de la norma (Ω), (50-10-30=10); mientras que si su contraparte Z, viola la norma obtiene una mayor ventaja individual (50+30=80). Siendo un juego simétrico, el mismo escenario se producirá si se invierten los roles de X y Z en esta situación. Por último, en un contexto de que aún sin seguridad jurídica ambos decidiesen cumplir la ley, el resultado será el beneficio esperado menos los costos (µ) de cumplimiento (50-10=40). La estrategia dominante -vale decir, la más provechosa para cada uno de ellos independientemente de la estrategia de su contraparte-  claramente consiste en violar la ley. Lo expuesto se grafica en la matriz:



AGENTE Z
Violar la ley
Cumplir la ley
AGENTE X
Violar la ley
80-80
80-10
Cumplir la ley
10-80
40-40

    El costo social de violar la ley se traduce en
∑ (Ωx +Ωz) – (µxz)

Caso 2. En un contexto CON seguridad jurídica:
Pensemos en la interacción entre dos individuos, X y Z, asumamos que el beneficio esperado de las partes es de 50 y en el caso de violar la norma y, como quiera que los agentes pueden predecir con certeza que se les aplicará una sanción (¥) por el incumplimiento, ello se traduce en un costo de 30. Asimismo, cumplir la norma representa un costo (µ) de 10. Veamos entonces que si X viola la norma obtendrá el beneficio esperado menos la sanción (¥) por el incumplimiento que le reporta una pérdida por violar la ley (50-30=20), lo mismo si lo hace Z. Por otro lado, si X cumple la ley, entonces recibirá el beneficio esperado y deducirá los costos (µ) de cumplimiento (50-10=40) mientras que su contraparte Z, al violar la norma enfrenta una perdida individual (50-30=20). Siendo un juego simétrico, el mismo escenario se producirá si se invierten los roles de X y Z en esta situación. Por último, en un contexto de que con seguridad jurídica ambos decidiesen cumplir la ley, el resultado será el beneficio esperado menos los costos (µ) de cumplimiento (50-10=40). La estrategia dominante en este caso claramente consiste en cumplir la ley. Lo expuesto se grafica en la matriz:



AGENTE Z
Violar la ley
Cumplir la ley
AGENTE X
Violar la ley
20-20
40-20
Cumplir la ley
40-20
40-40

      El beneficio social de cumplir la ley se traduce en
 ∑ ((¥)x + (¥)z) – (µx +µz)

Construir seguridad jurídica en la acepción que hemos perfilado en párrafos anteriores no es fácil, menos en una realidad como la nuestra donde muchas veces se privilegian propuestas populistas y se legisla para la tribuna, buscando contener transitoriamente las expectativas de la sociedad antes que resolver los problemas de fondo. El fortalecimiento del marco institucional, la adecuada implementación de metodologías que evalúen técnicamente el impacto regulatorio ex-ante y el control ex-post contribuirán a hacer un sistema normativo más predecible y cierto, componiendo una verdadera seguridad jurídica. ¿lo intentamos?


lunes, 18 de julio de 2016

Abogados y Clientes:
Asimetria Informativa y Litigiosidad



 Cuando se analiza los problemas de la Justicia, frecuentemente se hace referencia a múltiples factores que inciden en tan complejo y desalentador panorama: la falta de independencia, corrupción, incertidumbre y ausencia total de predictibilidad, deficiente infraestructura, sobrecarga procesal, falta de presupuesto, entre otros. Esta enumeración es similar en los países latinoamericanos, realidad de la cual nuestro país no es ajeno en absoluto. La idea de este post es detenerse a reflexionar sobre el problema de asimetría informativa que existe en la relación entre abogados y clientes y como afecta ello en el nivel de litigiosidad existente, en particular referencia al caso peruano.

La asimetría informativa es un factor que se presenta en múltiples interacciones y, en tanto que ello posiciona a una de las partes en ventaja de la otra y puede con ello afectarse la eficiente asignación de recursos, la economía lo describe como una falla de mercado. Los problemas de asimetría informativa en el complejo tramado de relaciones que se da en la administración de justicia se presenta a diferentes niveles, a saber, la relación entre el cliente y su abogado patrocinante, la relación entre las partes involucradas en el litigio y la relación entre el juez y las partes contendientes. En este caso, nos detendremos a revisar el caso de la interacción entre abogado y cliente, toda vez que esta resulta especialmente relevante para influir en la decisión de litigar, la diligencia debida en el proceso y el eventual resultado.

El modelo económico tradicional para explicar la decisión de “pleitear” esto, es, optar por iniciar un proceso judicial, consiste en ponderar el beneficio esperado del juicio, que no es otra cosa que la pretensión plasmada en el petitorio de la demanda por la probabilidad de éxito, frente a los costos del proceso. Así, un individuo optará por litigar cuando su utilidad sea positiva en cuanto al litigio, vale decir, que el beneficio esperado supere los costos del proceso. Los problemas comienzan cuando ambas partes asignan distintas probabilidades al resultado del mismo juicio, generándose incentivos en ambas partes para litigar. De hecho, cuando la disparidad en la estimación de la probabilidad del resultado es mayor, habrá más litigio; al revés, si ambas partes pueden determinar en la misma medida un resultado probable uniforme,  seguramente no habrá incentivo para litigar y se preferirá una solución alternativa. Dicho en términos más simples si ambas partes creen que van a ganar si es que van a juicio (lo cual significa que asignan probabilidades diametralmente opuestas respecto del resultado del proceso), entonces, irán a juicio. Por el contrario, si una de las partes estima de antemano que va a perder y la otra sabe que ganará, no “debería” haber juicio. Nótese –y quiero llamar la atención en esto- que cuando utilizo el término “debería” en condicional es que estoy asumiendo que el motivo por el cual las partes acuden al Poder Judicial es para dirimir un conflicto de intereses, lo que no es necesariamente cierto si, como comprobamos recurrentemente, existen muchas otras motivaciones que puede inducir a los individuos a litigar a sabiendas de que va a perder, toda vez que se benefician de la dilación del proceso y “ganan tiempo” lo que constituye a todas luces una externalidad negativa para todos quienes efectivamente buscan en el aparato de Justicia la tutela jurisdiccional. Ciertamente deberían existir mecanismos eficientes para mitigar dicha externalidad pero, como veremos más adelante, parece que no existen incentivos para promover políticas en dicho sentido pues existe una suerte de conflicto de interés entre quienes propician dichas prácticas que, en muchos casos, son los mismos llamados a corregirlas.

Los litigantes recurren a los abogados por varias razones; reduciré tales consideraciones a tres supuestos:

1.       Necesitan se asesorados para conocer la realidad de su posición y determinar mejor la probabilidad del resultado en el juicio; y/o,
2.       Consideran que, con un abogado, van a incrementar sus posibilidades de alcanzar el éxito en el litigio; y/o,
3.       Porque no tienen más remedio que hacerlo, toda vez que el sistema de defensa cautiva los obliga a contar con la asistencia de un abogado necesariamente, de lo contrario no pueden comparecer.

Con seguridad puede invocarse otras motivaciones que impulsan al litigante a recurrir a un abogado, no obstante lo cual prefiero limitarme a las que he reseñado en tanto que pueden subsumir todas las no mencionadas, dada su vasta naturaleza.

Decíamos que una primera participación del letrado consiste en estimar sobre la base de su formación y experiencia la probabilidad del resultado del proceso, ello a solicitud de su cliente: De esa forma el abogado se constituye en un agente clave para influir en la decisión de ir a proceso y el cliente preferentemente se dejará guiar por el consejo del profesional. Claramente se plantea aquí un escenario de agente-principal en el que uno de los actores – el “principal” que es en este caso, el litigante- depende de la acción del otro actor –El “agente” que no es otro que el abogado- a cuyas proposiciones se subordina. Y aquí se pone en evidencia una clara asimetría informativa: el abogado conoce el sistema legal y las distintas aristas y contingencias que en dicho ámbito puede tener el caso, información con la que no cuenta el cliente. La asimetría agudizada en este contexto de relación de agencia, puede dar lugar a que la decisión de litigar no esté alineada al interés del cliente sino al del abogado si se comporta en forma oportunista y empuja a su eventual patrocinado a litigar aun cuando íntimamente conoce que dicho emprendimiento es inconducente; en buena cuenta, el denominado “Moral Hazard”  o riesgo moral donde el abogado asume mayores riesgos (entiéndase como tal el hecho de impulsar una “causa perdida” que le será igualmente remunerada) cuando los costos de dichos riesgos, vale decir, el resultado negativo (previsible para el abogado y no para el cliente) lo asume su patrocinado.

No deja de ser especialmente significativo el rasgo particular en sistemas judiciales como el peruano en el cual el altísimo nivel de falta de predictibilidad agudiza el problema al punto de ser la opinión del abogado “determinante” para el cliente, el cual normalmente aspira en encontrar como respuesta un porcentaje de probabilidades que, en estricto, es meramente estimatorio.

Es obvio que las empresas tienen mayores recursos para mitigar el riesgo moral: la consideración de una segunda opinión, la facilidad para soportar costos de búsqueda de mejores abogados y los filtros de los departamentos legales internos coadyuvan a reducir la brecha de asimetría y diluir significativamente el efecto de la relación de agencia. En el caso de los individuos, el problema se plantea con mayor persistencia pues con frecuencia no tienen más elementos para escoger al abogado idóneo que no sea la intuición o la recomendación de terceros, depositando su confianza muchas veces en quienes no lo ameritan.

Quizás la mayor dificultad que encontramos en los servicios legales sea su peculiar naturaleza que corresponde a lo que la teoría económica define como “credence goods” o “bienes de confianza, en los cuales no es posible determinar certeramente su utilidad no solamente antes de contratarlos, sino que aún después, es materialmente imposible identificar cuanto “sumó” el servicio a la consecución del resultado esperado. Si a esta especial característica del quehacer del profesional del Derecho le aunamos el problema de asimetría informativa antes acotado, podemos adelantar como conclusión que no será fácil para el cliente identificar si el servicio brindado por el abogado, bueno o malo, influyó o no en el resultado proceso, más aún cuando el abogado está en mejor posición que su patrocinado para solapar su descuido, justificar sus actos y liberarse de cualquier reproche sobre su conducción del proceso.

Aun cuando no es objeto de este pequeño artículo profundizar en aspectos comportamentales, -y en aras de no satanizar a todos los abogados haciendo generalizaciones- no puedo dejar de mencionar algunas consideraciones que, con cargo a ampliarlas en un enfoque más profundo vale la pena auscultar y que están relacionadas directamente con los litigantes. Una de ellas tiene que hacer con el interés de los clientes de “oír lo que quieren oír” del abogado y preferir a aquel que, lejos de darle una opinión objetiva, confirma sus creencias claramente influenciadas subjetivamente en cuanto a la verosimilitud de su derecho respecto de las cuales está “anclado”. Este efecto ex-ante muta a otro sesgo en su fase ex-post cuando el litigante le atribuye exclusiva y completamente la responsabilidad del resultado del proceso a una desidia o negligencia su abogado, a pesar que, objetivamente, la pretensión era manifiestamente insostenible jurídicamente: En pocas palabras, “si gano, es porque la Justicia me dio la razón; si pierdo, es porque mi abogado es malo”.

Así las cosas, la asimetría informativa entre abogado y cliente impone un riesgo de entrada en tanto que, siendo la opinión informada determinante de la decisión de litigar, ésta puede verse sesgada por el interés personal del letrado (riesgo moral) y conducir a una sobrelitigación, lo cual claramente reporta un comportamiento oportunista que genera una externalidad negativa en la administración, provocando congestión en el sistema de justicia, al margen de las consecuencias directas a los agraviados. Como ya hemos mencionado, el problema se agudiza dada la naturaleza de los servicios de patrocinio legal que cubre de opacidad la verificación de la inconducta del abogado.

Se ha ensayado algunos remedios para paliar esta situación, los cuales desafortunadamente no funcionan. A un primer nivel tenemos, desde la misma administración de justicia la Oficina de Control de la Magistratura (OCMA) la cual, según su norma constitutiva, apunta a constituirse en un instrumento fundamental para el estricto cumplimiento de las acciones de control orientadas a la permanente evaluación de la conducta funcional de magistrados y auxiliares jurisdiccionales del Poder Judicial, como también de identificación de las áreas críticas y erradicación de malas prácticas en el servicio de justicia. Queda claro entonces que la labor de la OCMA está enfocada más específicamente al ámbito de la labor jurisdiccional que al patrocinio profesional, por lo que no aporta incentivo alguno para mitigar los efectos de la situación planteada.

En el caso peruano, tenemos además normas en el propio Código Procesal Civil que apuntan a promover un comportamiento diligente de los abogados, así:

Capítulo VIII
Deberes y responsabilidades de las partes, de sus Abogados y de sus apoderados en el proceso
(…)

Responsabilidad patrimonial de las partes, sus Abogados, sus apoderados y los terceros legitimados.
Artículo 110°. - Las partes, sus Abogados, sus apoderados y los terceros legitimados responden por los perjuicios que causen con sus actuaciones procesales temerarias o de mala fe. Cuando en el proceso aparezca la prueba de tal conducta, el Juez, independientemente de las costas que correspondan, impondrá una multa no menor de cinco ni mayor de veinte Unidades de Referencia Procesal.
Cuando no se pueda identificar al causante de los perjuicios, la responsabilidad será solidaria.

Responsabilidad de los Abogados
Artículo 111°. - Además de lo dispuesto en el Artículo 110, cuando el Juez considere que el Abogado actúa o ha actuado con temeridad o mala fe, remitirá copia de las actuaciones respectivas a la Presidencia de la Corte Superior, al Ministerio Público y al Colegio de Abogados correspondiente, para las sanciones a que pudiera haber lugar.

Temeridad o mala fe
Artículo 112°. - Se considera que ha existido temeridad o mala fe en los siguientes casos:
1. Cuando sea manifiesta la carencia de fundamento jurídico de la demanda, contestación o medio impugnatorio;
2. Cuando a sabiendas se aleguen hechos contrarios a la realidad;
3. Cuando se sustrae, mutile o inutilice alguna parte del expediente;
4. Cuando se utilice el proceso o acto procesal para fines claramente ilegales o con propósitos dolosos o fraudulentos;
5. Cuando se obstruya la actuación de medios probatorios; y
6. Cuando por cualquier medio se entorpezca reiteradamente el desarrollo normal del proceso;
7. Cuando por razones injustificadas las partes no asisten a la audiencia generando dilación.

Visto el articulado transcrito precedentemente, es objetivamente verificable que las sanciones a que se refiere el CPC no influyen significativamente en promover una conducta ética por parte de los abogados. Más allá del valor nominal de las consecuencias previstas en la norma, debemos identificar el valor esperado (a saber, el valor nominal ponderado por la probabilidad de aplicación y efectivo cumplimiento) de dichas sanciones y concluiremos que éste es prácticamente nulo, por varias razones: i) Las sanciones nominalmente ya son bajas; ii) Aun así, los jueces no las aplican regularmente sino en casos extremos, mucho menos en el supuesto del numeral 1 del artículo 112° en cuestión; iii) una vez aplicadas, no existe proceso de seguimiento alguno que garantice un efectivo cumplimiento, por lo cual las sanciones se diluyen en el olvido.

A un segundo nivel podemos considerar a los colegios profesionales, gremios que, teóricamente, salvaguardan el ejercicio honesto y diligente del ejercicio del Derecho, para lo cual cuentan con un Código de Ética de observancia obligatoria. Cito a continuación dos artículos del Código de Ética del Colegio de Abogados de Lima:

Artículo 59°. - Medios alternativos -Falta a la ética profesional el abogado que aconseje a su cliente el inicio de un litigio innecesario, debiendo procurar resolver la controversia a través de la transacción extrajudicial, conciliación y demás medios alternativos de solución de conflictos.

Artículo 60°. - Abuso del Proceso-  Falta a la ética profesional el abogado que abusa de los medios procesales para obtener beneficios indebidos o procura la dilación innecesaria del proceso.

Las disposiciones antes reseñadas suenan, qué duda cabe, muy alentadoras. Sin embargo, la evidencia empírica demuestra que son letra muerta: La data histórica del CAL corrobora que se sanciona apenas a una mínima parte de abogados que incurren en faltas éticas y, entre ellas, probablemente ninguno haya sido castigado puntualmente por las que son tipificadas en los artículos precedentemente citados. Aún más, bajo el supuesto negado que se aplicara una sanción y a pesar que esta fuera la más severa -vale decir, la inhabilitación para el ejercicio profesional-, esta resulta totalmente inútil y estéril toda vez que el abogado sancionado no tiene mas que ir a otro colegio profesional e inscribirse, con lo cual reasume a plenitud su capacidad de ejercer el patrocinio legal. Mucho aspaviento, inútil grandiosidad y fallida severidad que no conduce en la realidad a absolutamente nada.

Un tercer remedio ensayado es recurrir a la Comisión de Protección al Consumidor del Instituto de Defensa de la Competencia y de la Propiedad Intelectual (INDECOPI) para denunciar al abogado por una conducta tipificada como violatoria de las normas de protección al consumidor. Así, dentro de sus lineamientos se esboza un criterio para identificar lo que espera un consumidor respecto de la contratación de un abogado:

Un consumidor razonable que solicita los servicios de asesoría legal tendrá la expectativa que durante su prestación no se le asegure un resultado, pues éste no resulta previsible; sin embargo, si esperará que el servicio sea brindado con la diligencia debida y con la mayor dedicación, utilizando todos los medios requeridos para garantizar el fin deseado. En ese sentido, la falta de idoneidad puede darse tanto por un error en la información que se brinda al consumidor como a la falta de diligencia que se ponga en el caso por el que se contrata al asesor legal

A pesar de que no existe jurisprudencia del INDECOPI respecto de casos en los cuales se haya sancionado a un abogado por inducir al cliente a un litigio ocioso y manifiestamente impertinente, bien podría encuadrarse teóricamente el caso dentro del deber de idoneidad a que describe el artículo 18° del Código de Protección y Defensa del Consumidor :

Artículo 18º.- Idoneidad Se entiende por idoneidad la correspondencia entre lo que un consumidor espera y lo que efectivamente recibe, en función a lo que se le hubiera ofrecido, la publicidad e información transmitida, las condiciones y circunstancias de la transacción, las características y naturaleza del producto o servicio, el precio, entre otros factores, atendiendo a las circunstancias del caso.
La idoneidad es evaluada en función a la propia naturaleza del producto o servicio y a su aptitud para satisfacer la finalidad para la cual ha sido puesto en el mercado.
(…)

La teoría dista sin embargo de la práctica. La particular naturaleza de los servicios legales -bienes de confianza- hace especialmente complejo discriminar objetivamente la responsabilidad del abogado en la decisión de litigar -más difícil aún, su responsabilidad en el resultado final del proceso-, a pesar que en los hechos es determinante en el dimensionamiento de la probabilidad en el resultado que, finalmente, influye en dar ese paso.

En este orden de cosas, parecería que la regulación y el sistema de sanciones no coadyuva de modo alguno ni genera los incentivos adecuados para reducir este comportamiento oportunista, por lo que es pertinente poner énfasis en los mecanismos ex-ante que tengan que hacer con mayor transparencia e información en el mercado de servicios legales, a través de la reputación y publicidad que permita elegir adecuadamente a quien asistirá al cliente en la solución de un conflicto de intereses.

Las reflexiones anteriores me conducen a un segundo aspecto que tiene que ver con otra razón por la cual los litigantes deciden contratar a un letrado que los patrocine en juicio, esto es, la percepción que, con un abogado, van a incrementar sus posibilidades de alcanzar el éxito en el litigio. Este ámbito no está exento de un problema de información originado por el real impacto que puede tener la participación del abogado; dicho de otra forma, el valor agregado que aporta la asesoría especializada en la consecución del resultado. Por otro lado, encontramos además la dificultad intrínseca originada en la elección misma del abogado que brindará el patrocinio en el proceso.

Siendo el Derecho una disciplina compleja y enrevesada, es natural que los clientes asuman, en teoría, que contando con la asistencia de un profesional incrementarán su posibilidad de éxito en el juicio, vale decir, gozarán de una ventaja estratégica de cara al proceso, para lo cual están dispuestos a asumir el costo de remunerarlos por sus servicios. La idea, tal como la plantean con especial simplicidad y claridad CABRILLO y FITZPATRICK (2011) citando a ASHENFELTER y BLOOM (1996) puede subsumirse en un modelo simétrico y no cooperativo de teoría de juegos correspondiente al Dilema del Prisionero: Asumamos que el monto de la controversia es 100 y el costo de contratar un abogado es de 30. Si ninguna de las partes contrata un abogado, ambas tienen la misma probabilidad de ganar, esto es 50. Ahora bien, si una de las partes contrata al abogado y la otra no, la primera tiene todas las de ganar (100 – 30 que es lo que le cuesta el abogado = 70) y la segunda perderá; igual ocurrirá en el caso contrario y, finalmente, si ambas contratan un abogado, su probabilidad vuelve a ser 50, pero ambas deberán asumir el costo de su abogado, razón por la cual el beneficio esperado es 50-30= 20. En resumen, tenemos:


PARTE B
SIN ABOGADO
CON ABOGADO
PARTE
A
SIN ABOGADO
50-50
0-70
CON ABOGADO
70-0
20-20


De la matriz se infiere que, a primera vista, parecería lo más eficiente que ninguna de las partes contratase a un abogado pues maximizarían su utilidad y atemperarían sus probabilidades, sin embargo, queda claro que la estrategia dominante consistirá en contratar un abogado, pues será la más provechosa para cada uno de ellos independientemente de la estrategia de su contraparte.


Sofisticando el análisis, la idea del cliente es poder contar con el “mejor” abogado para su caso teniendo en consideración su restricción presupuestaria. A la luz de lo expresado, elegir al abogado no es cosa simple, mucho menos en un mercado de tan escasa información que, correlativamente, incrementa los costos de búsqueda. Aquí existe una variable adicional que bien describe HADFIELD (2000) al señalar que el cliente tenderá a procurar contratar a aquel abogado que, en términos relativos, le represente una mejor alternativa. Dicho de otra forma, buscaré a aquel abogado que, ceteris paribus, me genere una mejor posición de defensa legal en términos de calidad comparativa de la que tiene mi oponente. Este factor tiene especial complejidad en una relación jurídica tradicionalmente reconocida como obligación de medios y no de resultado, a pesar que esta clasificación es controvertida en la doctrina. Aún más, identificar ello es difícil de determinar ex-ante sino al final del proceso y como consecuencia del fallo resolutorio del caso.

Los criterios de elección del abogado son, en muchos casos, puramente intuitivos a la luz de sistemas como el nuestro para el caso de las personas naturales (ya mencionamos que las empresas tienen mejores posibilidades de incurrir en mayores costos de búsqueda para reducir la incertidumbre y elegir mejor) con lo cual el problema de asimetría informativa nuevamente adquiere relevancia.  En el escenario antes planteado, el cliente se guiaría por algunos criterios básicos, por ejemplo, la reputación, la información disponible y la empatía.

La reputación está asociada a los atributos que refleja el profesional en el mercado. Aquí también entra a jugar un aspecto subjetivo que está relacionado a las cualidades positivas o negativas del potencial abogado, según puedan considerarse como tales. Por ejemplo, un abogado “ganador” a cualquier precio (inclusive utilizando las peores mañas y corruptelas) puede ser preferido por el cliente, aún a sabiendas de su conducta infractora, ello en atención a la ausencia de consecuencias por dichos actos, o la inexistente "internalización de la externalidad" Como hemos visto, en el contexto que nos ocupa no deja de ser racional un análisis según el cual “no me interesa lo que haga el abogado con tal que gane; finalmente ni a él ni a mí nos pasará nada”. Obviamente un razonamiento de esta naturaleza revela una fragilidad institucional severa y un problema más complejo del que abordamos en este trabajo, que exige reformas muchísimo más profundas.

La ausencia de información en el mercado de servicios legales es también llamativa. Ello se acentúa cuando se establecen prohibiciones en cuanto a la publicidad en este rubro. Quienes están a favor de una prohibición de la publicidad sostienen que ello elimina el engaño, reduce el ámbito de decisiones irracionales y evita que el mercado se banalice en una mera disputa de precios, “devaluando” el ejercicio digno del Derecho. Nada más errado. Toda prohibición publicitaria es en sí misma una restricción informativa en cuanto a las cualidades, positivas o negativas de los agentes, perjudicando e impidiendo que se generen incentivos reales para mejorar la prestación de los servicios.  A contramano, el sistema peruano tiene mecanismos fallidos para “obtener” alguna información, puntualmente, la habilidad del abogado -entendida no como una aptitud cualitativa para ejercer diligentemente la profesión, sino puramente el estar al pago de sus cotizaciones en el gremio de abogados correspondiente- de tal suerte que se exige que, al momento de interponer una demanda, se acredite la “habilidad” del abogado mediante un constancia que emite el colegio de abogados del que se trate y que obviamente se traduce en un costo y consecuentemente una barrera de entrada, a todas luces inútil. En resumen, la “habilidad” del abogado no la otorga los estudios seguidos, ni la experiencia, mucho menos la reputación; la concede el pago puntual de poco menos de US$ 5.00 mensuales. Un grosero ejercicio de “rent seeking” a través de la manipulación del sistema de justicia y que debería ser desterrado totalmente por constituir una práctica perversa y contraproducente.

Finalmente tenemos la empatía como marco de elección del abogado, probablemente el mecanismo más intuitivo de todos, pero no por ello menos utilizado. Nos referimos específicamente a esa capacidad cognitiva de identificarse con los intereses y la capacidad de comprender el punto de vista o estado mental de otro. Últimamente la psicología y la sociología han estudiado con amplitud este tema e inclusive la neurociencia ha podido identificar que se trata de un proceso biológico perfectamente definido y que opera a nivel cerebral. Siendo así, la empatía es un proceso que puede entrenarse y desarrollarse. Los abogados tienden a mostrarse especialmente empáticos al cliente desde la primera interacción; no obstante, ello puede ser a veces optado como un recurso desleal frente a aquel cliente que está en busca de oír aquello coincidente con su propia intención subjetiva, lo que se traducirá probablemente en una heurística o "atajo" para resolver un problema complejo de escoger al abogado “correcto” y depositar su confianza en él, bajo una suerte de sesgo de disponibilidad (en este caso una sobreestimación de las probabilidades en función a “lo que le dice su abogado”) , altamente sensible.

Finalmente, tenemos el caso de la contratación de un abogado porque así lo manda la ley y es obligatorio hacerlo -más allá de que quiera hacerlo o no-, toda vez que el sistema de defensa cautiva restringe la comparecencia cuando falta la intervención del abogado.

La idea que subyace en las políticas de defensa cautiva es que, si se exige la intervención obligatoria de los abogados, se reducen las externalidades derivadas de la impericia en la conducción y participación en el proceso lo cual importa una reducción en los costos de tramitación de éstos, en el entendimiento que los abogados conocen mejor como operar en el marco de las normas adjetivas pues precisamente han sido formados para ello. Al mismo tiempo, la defensa cautiva garantizaría la defensa y patrocinio de las partes involucradas en un conflicto de intereses, como un mecanismo garantista del debido proceso. Es obvio que tener un abogado obligatoriamente representa un costo, sin embargo, la teoría diría que ello se justifica dadas las ventajas ya anotadas.

La realidad dista mucho de cumplir esa finalidad: Operativamente,uno de los medios a través de los cuales se observa la intervención del abogado se expresa en su firma -obligatoria, por cierto- en todo escrito, cualquiera sea este, dirigido al órgano de justicia. Se entiende que cuando el abogado “autoriza” el escrito (y nótese que usamos el verbo “autorizar”, que, según la RAE significa “aprobar, confirmar, comprobar algo con autoridad”) lo que supuestamente hace es un control mínimo de legalidad del documento a presentarse, para lo cual ha sido formado y cuenta con mayor información y pericia que un lego en Derecho. Correlativamente, el abogado debería ser responsable de ello ante la judicatura, lo cual no ocurre: De hecho, es frecuente ver a abogados dispuestos a “alquilar” su firma y sello por un monto irrisorio en las inmediaciones de las sedes de despacho judicial, para aquellos que lo único que buscan es satisfacer el requisito de la intervención de abogado sin más, pues la redacción la hace cualquiera, menos un abogado. En suma, la desnaturalización completa de la intervención del letrado en el proceso, reduciéndose a una simple barrera de entrada.

Visto el problema, parecería sensato repensar el tema de la defensa cautiva. En buena cuenta, de lo que se trata es de un mecanismo que monopoliza la defensa legal y, como toda estructura de esta naturaleza, la competencia es inexistente afectando sensiblemente el funcionamiento del mercado, debilitando la calidad de los servicios y propiciando meras barreras de acceso a la Justicia que lindan con una infracción constitucional.

No sorprende que los gremios de abogados se empeñen en endurecer aún más las restricciones a los litigantes para exigir la intervención de letrados en más trámites y actuaciones procesales en distintos fueros. En algunos casos hasta se ha pretendido promover iniciativas legislativas conteniendo restricciones de acceso al ejercicio profesional mediante propuestas de cierre temporal de facultades de Derecho porque “hay muchos abogados” u otros mecanismos subalternos más sutiles como incrementar los requisitos para acceder a la tan ansiada colegiatura que permita “ser” abogado en el Perú. De hecho, los colegios profesionales también han alzado su voz de protesta cuando en algunos procesos administrativos se ha obviado la exigencia de intervención obligatoria de abogado, so pretexto que “se está atentando contra la seguridad jurídica”, manido recurso que, en buena cuenta, es la mejor razón para comprender que no hay ninguna razón. 

Desde la profesión de abogado se plantean muchos desafíos ante la realidad planteada: Mucho del problema está en el mismo sistema en el que se subsume la actuación de los abogados y que genera incentivos negativos que van en detrimento de la calidad de los servicios legales, la recurrencia de comportamientos deshonestos y un deterioro mayor del ya alicaído prestigio de la profesión. Habrá mucho trecho para caminar hasta alcanzar un nivel en que la intervención del abogado sea estimada como una ventaja competitiva para el cliente que justifique espontáneamente su contratación, redundando ello en la agilidad y eficiencia del sistema de justicia.