El "efecto de percepción ambiental" y el cumplimiento de la
ley
En 1971, un profesor de la Universidad de Stanford, Philip Zimbardo, realizó un temerario y no menos polémico experimento: seleccionó a 24 personas, todas previamente evaluadas psicológicamente y las sometió a un espacio que reproducía las duras condiciones de una prisión. Los dividió aleatoriamente en dos grupos -convictos y carceleros- y dejó que se condujeran de acuerdo a los roles que tenían en el experimento. Rápidamente observó que ambos grupos asumieron características análogas a las reales y los carceleros actuaron con violencia y abuso, de la misma forma que los convictos eran objeto de vejámenes contra los cuales se amotinaban, sufriendo igualmente severos trastornos emocionales. El experimento se desbordó más allá de lo previsible y tuvo que ser cancelado antes del tiempo previsto. No obstante, la evidencia principal para Zimbardo fue comprobar como individuos que no habían mostrado antes comportamientos violentos, habían modificado diametralmente su conducta, dado el entorno en el que se encontraban inmersos.
Años después, en 1982, el politólogo James Q. Wilson y el
criminólogo George Kelling publicaron el famoso libro “Fixing Broken Windows: Restoring Order and Reducing Crime in Our
Communities” en el cual llegaban a una interesante conclusión: los entornos
urbanos, cuando se encuentran remozados y en condiciones favorables, puede
tener un significativo nivel de influencia en la reducción de cierta
criminalidad y vandalismo. Así, si los problemas se abordan en su etapa
temprana, resolviendo los detalles que tiene que hacer con preservar el orden,
ello tenía efectos positivos, de la misma forma que un edificio con las
ventanas rotas (como expresa el título de esta tesis) es más propenso a
provocar que se rompan otras más, mientras que el caso inverso induce a todo lo
contrario. Muchos experimentos sociales han demostrado resultados consistentes
con esta teoría que fue adoptada con especial éxito en Nueva York y otras
ciudades. Como toda obra de esta naturaleza, también ha merecido algunas
objeciones y discrepancias.
Hace muy poco leía un estupendo post
de un gran académico, Jesus Alfaro Águila-Real en el cual refiere textualmente
que “el nivel de puntualidad de las
personas, en una sociedad, es directamente proporcional al nivel de desarrollo
económico, de forma que, cuanto mayor es éste, más puntual es la gente”. La
explicación para dicha afirmación es que el entorno coadyuva y condiciona de la
gente, específicamente a ser impuntual o no. De hecho, en un entorno donde el
transporte no es confiable y por ende impredecible, la impuntualidad no es un
hecho reprochable socialmente y no es posible discernir entre los que son
impuntuales “por las circunstancias” y los que lo son porque así lo desean
deliberadamente, ocurriendo una suerte de comportamiento free rider que se generaliza en sociedad.
Inspirado en los ilustrativos experimentos del famoso Dan
Ariely, psicólogo cognitivo de la Universidad de Duke, una vez hice un intento
similar en clase: Durante un examen para 30 alumnos y que tenía una duración de 45 minutos -tiempo
que el profesor controlaba-, coordiné previamente con 10 alumnos para que,
deliberadamente, entregaran su prueba en forma sucesiva y casi en cascada,
mucho antes de que el tiempo se extinguiera: El efecto fue inmediato; los
otros, advertidos de esa circunstancia, comenzaron a entregar sus pruebas
también, en la mayoría incompletas, pese a que aún tenían tiempo para concluirlas.
En suma, no había transcurrido el tiempo en su totalidad y todos ya habían
entregado los exámenes.
Todos los ejemplos que he dado anteriormente, pueden
subsumirse en un concepto propio a un sesgo cognitivo denominado “efecto de
percepción ambiental”. Como sabemos, un sesgo cognitivo o heurística no es
otra cosa que una característica particular al momento de procesar una
información o asumir una conducta, no necesariamente consistente con un proceso
racional de discernimiento y que nos puede llevar a una distorsión o impresión
errónea de la realidad.
El efecto de percepción ambiental describe una situación que
encontramos en todos los casos comentados precedentemente, en los cuales el
entorno influye en el comportamiento de los agentes de modo determinante,
orientando sus conductas y alineándolas con un patrón advertido en el contexto,
más allá de cualquier componente genético o formativo. Traigo a colación este
concepto pues tiene especial relevancia en el cumplimiento de las normas
legales al interior de nuestra sociedad.
Desde hace muchos años, el Derecho dejó de ser una
disciplina estática y aislada. Quienes se resisten a la incorporación y auxilio
de otras ciencias para entender mejor nuestro quehacer jurídico, quedan
reducidos a una visión parcial e incompleta que al final se diluye en la
intrascendencia. Así surgió el Análisis Económico del Derecho, enfoque que le
aportó a la disciplina jurídica la metodología de la economía permitiendo que
desde esta perspectiva podamos constatar con mayor nitidez el impacto real de
las normas en el comportamiento de los individuos, las consecuencias de las
disposiciones legales en sociedad, al
tiempo de identificar muchos defectos en la regulación de las conductas. Pero
en esta misma búsqueda de entender mejor los fenómenos jurídicos y a partir del
aporte trascendental de académicos de gran valía como Richard Thaler, Daniel
Kahneman, Amos Tversky, Cass Sunstein y Jonathan Baron, entre otros tantos,
surgió un enfoque multidisciplinario que involucra Economía, Derecho y
Psicología y que hoy conocemos como Behavioral
Law & Economics que -en en
palabras de mi amigo y brillante académico Renzo Saavedra- “permitiría, por ejemplo, (i) incluir la
racionalidad acotada[1]
y el efecto certidumbre en las discusiones sobre aversión al riesgo en el campo
de la negociación contractual, al redactar normas ambientales o disposiciones
sobre tutela de derechos fundamentales; (ii) incorporar tanto la prospect
theory[2],
como la fuerza de voluntad acotada, al estudiar las decisiones que un individuo
toma al realizar o planear la comisión de un delito; y, (iii) la posibilidad de
incluir al auto-interés acotado y el sesgo de disponibilidad[3]
para la comprensión y/o represión de conductas injustas que limiten o prevean
el deseo de sanción de la contraparte”.
Lo cierto es que el Behavioral Law & Economics ha
innovado en el ámbito de los estudios interdisciplinarios del Derecho y es en
ese enfoque que quiero desarrollar mi reflexión: ¿Acaso está casi sistemática
desobediencia a las normas y la autoridad que advertimos cada día en nuestra
sociedad no es condicionada por el entorno en el que nos desenvolvemos? ¿Este
efecto “reputacional” inverso que retribuye al que viola la norma “de la mejor forma” no es consecuencia de
la percepción ambiental que impregna nuestra conducta? ¿cambiando el entorno,
mejoraremos?
Para ensayar una respuesta debemos advertir los problemas centrales que nos agobian en cuanto hace al “mercado de las reglas”. Una primera cuestión es la falta de institucionalidad que se advierte en los diversos niveles del Estado, y en todos los poderes. Así, somos espectadores habituales de denuncias de actos de corrupción de nuestros gobernantes, quienes lejos de actuar con probidad, nos generan fundadas sospechas de más irregularidades. Más grave aún es la infinidad de mañas que suelen utilizar para sustraerse a la investigación mediante artificios de distinta índole en clara obstrucción a la acción de la Justicia.
En el ámbito del Poder Legislativo la cosa es igual o acaso
peor: hemos visto desfilar congresistas que contratan empleados “fantasmas”
para hacerse un ingreso adicional, otros que recortan el ingreso de sus
servidores en beneficio propio, muchos casos de gastos operativos justificados
con documentos fraudulentos, un claro direccionamiento de iniciativas
legislativas alineadas a intereses particulares, contubernios debajo de la mesa
para favorecer a grupos o sectores específicos en detrimento de los demás, y
muchas otras muestras que debilitan la alicaída imagen de nuestro Congreso de
la República.
Y el Poder Judicial no se salva; la percepción general es de
una Justicia “injusta”, burocrática, corrupta y lenta. Un sistema en el cual
prevalece la prebenda frente a la verdad y que no da señales de recomponerse;
al revés, los escándalos sobre fallos manifiestamente impropios se ven todos
los días.
¿Cómo hemos llegado hasta aquí? Es una pregunta muy compleja
que no pretendo contestar en este breve ensayo. Quizás esta debilidad
institucional se entrelaza y funciona como un engranaje que debilita a todo el
Estado. Un buen amigo y quizás el más importante investigador en temas de
corrupción y crimen organizado, Edgardo Buscaglia, refiere con propiedad que, controlar y luchar en contra de la
corrupción en el sector público es una condición necesaria si en verdad se
pretende alcanzar un desarrollo político y económico sostenido que permita
combatir la pobreza y las marcadas diferencias sociales a escala mundial.
En diversos trabajos, Buscaglia ha señalado hasta cinco niveles secuenciales de
penetración de la corrupción, a saber:
- El soborno o cohecho, consistente en ofrecer u
otorgar a un agente en particular cualquier tipo de beneficio a cambio de la
realización de un acto;
Los actos de soborno son continuos y periódicos y el agente público ya se encuentra en la nómina del grupo delictivo;
Son infiltradas las agencias gubernamentales en forma esporádica dentro de las posiciones oficiales de rango medio.
Se consuma la infiltración gubernamental en los niveles más altos, en una suerte de captura del Estado; y,
Los grupos de delincuencia organizada logran participar en campañas políticas financiando o apoyando a través de los medios de comunicación o comprando votos y corrompiendo los procesos electorales democráticos.
Los actos de soborno son continuos y periódicos y el agente público ya se encuentra en la nómina del grupo delictivo;
Son infiltradas las agencias gubernamentales en forma esporádica dentro de las posiciones oficiales de rango medio.
Se consuma la infiltración gubernamental en los niveles más altos, en una suerte de captura del Estado; y,
Los grupos de delincuencia organizada logran participar en campañas políticas financiando o apoyando a través de los medios de comunicación o comprando votos y corrompiendo los procesos electorales democráticos.
Esta historia es conocida en nuestro país. Y lo peor del
caso es que nos adaptamos a convivir con en ese entorno.
En este orden de cosas, si el entorno social y el marco
institucional se encuentra perforado por la corrupción en sus diversos niveles
-y ello es tolerado como un hecho consumado por gran parte de la ciudadanía- el
razonamiento de muchos será “si otros lo
hacen, ¿por qué yo no?” El efecto “dominó”
de un razonamiento de este tipo aunado a esa progresiva pérdida de la capacidad
de indignación de muchos, desarrolla incentivos nefastos de cara a una sociedad
ordenada y con respeto a la ley.
Como consecuencia de todo lo expresado, el entorno social
empuja a actuar en abierto desacato al orden y a las normas. Vemos con cierta
“normalidad” que alguien se cruce la luz roja o que no respete el orden en una
fila, o que siempre esté al acecho para ganarse “alguito más”: La
generalización de la tristemente célebre criollada que no es otra cosa que una
nefasta habilidad para aprovecharse de los demás, pero que algunos perciben
como un extraño mérito.
Entornos como los descritos en párrafos anteriores, alientan
comportamientos no cooperativos e inducen a la pura maximización del beneficio
individual a costa de los demás, en una suerte de juego de suma cero. Claramente
podríamos hacer un ejercicio de Teoría de Juegos y revelar que, en un entorno
de corrupción, la estrategia dominante es no cooperar y como reza el dicho, “llevar agua para su molino”.
En el contexto que nos ocupa, no cabe dudas que es
impostergable revertir el diagnóstico que es consecuencia del efecto de
percepción ambiental: Probablemente muchos dirán que es casi una causa perdida
pero no lo es. Considero que la clave está en revertir el patrón de conducta en
forma inversa a la pirámide, esto es, de la base hacia la cima. Transitar de
una posición no cooperativa, hacia una posición cooperativa. Y esto se logra
con pequeñas cosas. La sumatoria de soluciones a pequeños problemas, terminan
resolviendo grandes problemas. En este esfuerzo resulta poderosamente
trascendente que cada uno comprenda que, moderando su actitud frente a la ley y
autoridad, va a generar en el colectivo un impacto que permitirá discriminar
entre los “cumplidores” y “no cumplidores” de modo tal de aislar la criollada y
revertir ese efecto reputacional para convertirse en una práctica perversa. A
través de estos pequeños cambios en la base, esto se proyecta hacia los niveles
superiores –que en gran medida tiene su
fundamento de legitimidad en ellos- lográndose revertir progresivamente la situación
e inducir comportamientos más honestos. La posibilidad de “visibilizar” a los
infractores es tangible, la inconducta se convierte en la excepción y no la
regla, y se recupera la capacidad de indignación, reproche y reprobación a
nivel social. En buena cuenta, reconvertimos el entorno en un mecanismo que
retroalimentado por las conductas individuales induce al cumplimiento de las
normas y respeto a la autoridad. ¿nos animamos a intentarlo?
[1] La
racionalidad acotada según el Premio Nobel Herbert Simon alude a esas
limitaciones que tiene el individuo en el procesamiento de una decisión,
principalmente por tres factores: i) la información disponible; ii) las
limitaciones cognitivas; y iii) el tiempo disponible.
[2]
Kahneman y Tvresky enunciaban su teoría postulando que el efecto de certidumbre contribuye a la
aversión del riesgo cuando se trata de ganancias seguras y a la atracción por
el riesgo en caso de elecciones con pérdidas seguras, en oposición a la clásica
teoría de la utilidad.
[3] El
sesgo de disponibilidad está referido a una fallida asignación de
probabilidades que ocurra un evento fundada en un recuerdo inmediato o una
primera sugestión. Es famoso el efecto “tiburón” que se dio en los años 70 con ocasión de la
famosa película y que sobredimensionó la probabilidad de morir por el ataque de
este escualo que disuadía a la gente de ingresar al mar, cuando dicha
probabilidad es mínima comparada con un accidente aéreo o automovilístico
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