martes, 21 de julio de 2009


Algunas reflexiones sobre el nuevo Código de Tránsito y las políticas públicas de regulación del tránsito.
El presente trabajo no busca en modo alguno hacer un enjuiciamiento profundo del problema del transito desde la perspectiva del Análisis Económico del Derecho, toda vez que ello supondría un ejercicio académico mucho mas vasto dada la complejidad del fenómeno. En todo caso, modestamente pretendo hacer una primera aproximación sobre la actual coyuntura que enfrenta a las autoridades y gremios de transporte a raíz de la promulgación y entrada en vigencia del nuevo Código de Tránsito.
Lima es probablemente una de las ciudades más desordenadas de América en materia de tránsito y las razones son múltiples y de distinta naturaleza: infraestructura, sistema normativo defectuoso, corrupción, parque automotor impropio, malos conductores etc. Así, una solución global debería abordar necesariamente todos estos aspectos, tarea que, por cierto, no es nada fácil ni políticamente atractiva para los gobernantes de turno. Sin embargo, es posible que, desde el sistema legal, se pueda corregir algunos aspectos y mejorar significativamente las cosas, esto es, hacer un marco legal más eficiente. Y, modestamente, seremos más eficientes si somos capaces de hacer más con lo mismo, o lo mismo a un menor costo.
Quien conduce mal genera una externalidad, entendida esta como aquel costo no contratado. Dicho en otras palabras, el bienestar de un agente se ve afectado por las acciones de otro agente en la economía generando, en este caso, un impacto negativo toda vez que debe asumir una consecuencia que no ha originado. Así las cosas, corresponde al Derecho generar una estructura de incentivos que permita “internalizar la externalidad” esto es, que los conductores –particularmente los que prestan servicios públicos de transporte- asuman las consecuencias de sus propia conducta. Siendo el Derecho, por definición, un mecanismo de asignación de incentivos, un cambio normativo implicará una variación en la estructura de incentivos, lo cual tiene que hacer con el comportamiento racional de los agentes que intervienen en el mercado específico que se pretende regular.
Nuestros conductores conducen mal y violan sistemáticamente las normas más elementales de tránsito porque no tienen ningún incentivo para hacerlo mejor. El comportamiento racional de nuestros conductores se orienta a maximizar su utilidad teniendo en consideración tanto los beneficios de su accionar como los costos esperados traídos a valor presente derivados de la infracción de una regla de tránsito. Un conductor infringirá una regla de tránsito cuando los beneficios que le reporta la violación a la regla legal son superiores al “castigo” (léase, la papeleta). Y el castigo en este caso tiene un carácter probabilístico pues constituye un “valor esperado”.El valor esperado o esperanza matemática es un concepto extraído de la Estadística Matemática y consiste en el producto de la probabilidad de cada suceso multiplicado por su valor. En este caso, el valor esperado del castigo para el conductor estará constituido por el monto de la multa, multiplicado por la probabilidad de ser detectado y efectivamente sancionado.
En nuestro país un conductor sabe que puede eludir muy fácilmente la imposición de una papeleta, bien sea porque nadie lo va a sancionar o porque podrá llegar a un “arreglo” a muy bajo costo con la autoridad o, peor aún, porque podrá tener muchas papeletas en su record y nadie le impedirá seguir conduciendo. Ejemplos de lo expuesto precedentemente lo encontramos en todo momento: transportistas que “corretean” entre sí para arrebatarse pasajeros, unidades de transporte en condiciones absolutamente inadecuadas para prestar un servicio público, pasajeros que viajan sin las más elementales condiciones de seguridad, conductores que acumulan cientos de papeletas y siguen al volante de una unidad de transporte, etc. En buena cuenta, el valor esperado del castigo para un conductor en nuestro país es próximo a 0 y, correlativamente, siempre le será más provechoso obviar la regla de tránsito pese a que, nominalmente, la infracción contempla una sanción.
Un socorrido recurso usado corrientemente por los gremios de transportistas consiste en reclamar que hay que capacitar mejor a los transportistas en lugar de reprimirlos con sanciones duras. Sin dejar de lado el valor intrínseco de la capacitación, este argumento es sesgado y torpe: un transportista no viola la luz roja del semáforo o corre irresponsablemente zigzagueando por las pistas por un problema de “falta de conocimiento”; simplemente lo hace porque el beneficio personal de conducir de esa forma es superior a los costos que su inconducta le puede acarrear. Y las consecuencias de la infracción, que se expresan en la sanción prevista por el ordenamiento legal, se ve significativamente reducidas o totalmente diluidas frente a la relativa posibilidad de ser detectado o, peor aún, de sustraerse a la imposición de la sanción efectiva a través del pago de una coima.
Las políticas públicas en nuestro país siempre han concebido falazmente que la forma más auspiciosa de alterar la estructura de incentivos de los individuos, en este caso, disuadir un comportamiento que genera un alto costo social, es mediante el incremento de las sanciones. Ello se ve reflejado, por ejemplo, en las múltiples normas que se dictan en materia de política criminal y que en muchos casos generan estructuralmente una distorsión en términos relativos dentro del propio sistema penal. Nos enfrentamos ante el espejismo según el cual, sanciones más severas, disuaden mejor. En igual sentido se expresa este nuevo Código de Tránsito que hoy ha entrado en vigencia. Mayor rigor y severidad en las sanciones a través de multas más altas, suspensiones y cancelaciones de licencias, entre otras medidas.
Este tipo de políticas es incompleto, pues solo aborda una de las variables de la ecuación, desconociendo otras consideraciones igualmente trascendentes, bien sea generando mecanismos más eficientes de detección de las infracciones de tránsito y/o incrementando las probabilidades de sanción efectiva por parte de las autoridades.
En pocas palabras, un nuevo cuerpo normativo riguroso y severo, pero que no es efectivamente aplicado en la realidad concreta, bien sea porque las probabilidades de detección y/o las probabilidades de la aplicación de la sanción –y con ello de su efectiva materialización- son escasas, representa un cambio normativo ocioso y estéril.
Tengo fundadas razones para mostrarme pesimista en relación a los efectos positivos que pueda tener nuestro Código de Tránsito: Resulta sintomático que, antes de su entrada en vigencia ya se modificó en múltiples aspectos, lo cual revela improvisación o, cuando menos, la falta de un adecuado enfoque positivo, destinado a explicar y “predecir” los efectos del cambio normativo en el comportamiento de los agentes hacia los que iba dirigido éste, a partir de modelos económicos. Por el contrario, es probable que se generen otros efectos indeseados como un incremento de la marginalidad, que se expresará en un desplazamiento aún mayor hacia la informalidad así como una mayor corrupción en el sistema de detección y aplicación de sanciones.
Este tipo de escenarios me permite destacar una vez más el valor del Análisis Económico del Derecho en los procesos de formulación de normas legales. Como bien señala Posner, el Análisis Económico del Derecho tiene aspectos heurísticos, descriptivos y normativos. En el aspecto heurístico, busca mostrar coherencias subyacentes en las doctrinas e instituciones legales. En su modo descriptivo, busca identificar la lógica económica y los efectos de las doctrinas e instituciones y las causas económicas del cambio legal. Y, en su aspecto normativo, asesora a los jueces y a otros creadores de políticas con respecto a los métodos más eficientes de regular las conductas a través del Derecho. Sería bueno que estos aspectos sean tomados en cuenta para incorporarlos al momento de proponer un cambio normativo eficiente.

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